Francina pasea y no piensa en nada. De repente su pie derecho rehusa pasar delante de su pie izquierdo. Vedla pues plantada, inconmovible, ante un escaparate. No se ha parado para mirarse en los espejos ni arreglarse el cabello. Mira una alhaja. La mira obstinadamente y si la alhaja tuviera alas iría por sí misma a colocarse, sortija, en el dedo de Francina; broche, sobre su blusa o, pendiente, en el lóbulo de su oreja.
Para verla mejor, entorna los ojos, y llega, para poseerla al menos bajo sus párpados, a cerrarlos. Parece que duerme. Pero detrás del escaparate, llegada del fondo de la tienda, aparece una mano. Surge blanca y fina del puño de la camisa. Se diría que entra hábilmente en una pajarera. Está acostumbrada. Sin quemarse en el fuego de los diamantes, sin despertar a las piedras adormecidas, se insinúa entre ellas y con la punta de sus ágiles dedos como haciendo los cuernos a Francina que le observa con inquietud, roba la alhaja.
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