Humphrey Chimpden Earwicker depositó los vasos frente a los dos hombres —una Guinness para el soldado flaco, vino tinto patero para el labriego gordo— y volvió a dormitar detrás del mostrador del pub.
—... pero al menos ustedes hacen algo concreto —decía el cabo Trim—. ¡Qué daría yo por estar acometiendo molinos de viento o atacando majadas de ovejas en lugar de estar jugando con soldaditos de plomo!
—No creas. Yo preferiría estar con los soldaditos que andar recibiendo tundas cada dos por tres. Aparte, la viuda Wadman está bastante buena, no tenés que andar como yo haciendo de cuenta que la Aldonza Lorenzo es una bella y graciosa doncella.
—Ah, eso es verdad. ¿Tan terrible es la muchacha?
—¡La hija de puta es capaz de matar un chancho de un puñetazo y pega unos gritos que la escuchan a media legua!
—¡Faaaa, loco! Una auténtica bestia.
—Bah, peor es mi Teresa...
La puerta de la taberna se abre violentamente. Por ella entra corriendo Panurgo, desnudo y cargando sus ropas.
—Si llega a aparecer el doctor Bovary buscándome ustedes no me vieron —gritó mientras huía por la puerta trasera.
—¡Qué suerte tienen algunos!
—Nada de aventuras o proyectos ridículos...,
—... sólo ir de acá para allá...,
—... emborrachándose...,
—... poniéndola cada dos por tres, ...
—... burlándose de los curas.
—¡A su salud! —exclamaron ambos.
HCE, por su parte, estaba teniendo problemas oníricos con una gallina, una carta y dos muchachas en Phoenix Park, pero esa es otra historia.
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