El sacerdote la vio llegar, puntual. Él estaba sentado en uno de los bancos de la iglesia, sumergido en el silencio. Se acomodó los lentes y, sin saludarla siquiera, preguntó:
—¿Qué querés?
Ella se sentó en el mismo banco. Lo observó con detenimiento por breves segundos.
—Vengo a confesarme —dijo.
Él frunció el ceño y negó con la cabeza. Sintió que la bronca invadía su cuerpo. Trató de serenarse.
—¿Cuántas veces hablamos de esto ya? —preguntó—. Sabés que es imposible.
—¿Por qué? —Su voz sonó angustiosa.
El silencio se profundizó y los unió en un mismo abrazo. Ambos sabían por qué no. Sin embargo, ella esperaba una respuesta y él no tuvo más remedio que contestar.
—Porque sos un androide. Y los androides no tienen alma.
—Vos no sabés si…
—¡Sí que lo sé! —No pudo disimular el enojo que la situación le provocaba.
Ella bajó la mirada, compungida. Él tuvo un momento de debilidad y sintió compasión por esa conciencia que quería ser humana y no una simple máquina. Pero pronto recuperó la compostura. Sus ideas eran las correctas, la razón estaba de su lado.
—Pero yo creo en Dios, sé que en Él está la salvación, la posibilidad de la vida eterna —explicó ella—. ¿Y vos me negás la oportunidad de lavar mis culpas? ¿Dios me va a dejar de lado porque soy androide y no humana? —Hizo silencio, buscando resaltar la siguiente frase—: Al fin de cuentas, ¿qué nos diferencia a nosotros de ustedes?
El presbítero se quitó los lentes y frotó sus ojos con el reverso de la mano. Luego respiró profundo y dijo:
—Ustedes no son criaturas divinas —Las palabras retumbaron en las paredes del templo—. Son simples objetos fabricados por el hombre, como un auto, una casa o una silla. A pesar de su apariencia, no son más que máquinas.
Entonces, el androide levantó la vista y clavó sus pupilas en las del sacerdote. El aire del lugar se puso tenso.
—Anoche no pareció importarte demasiado mi condición —soltó, como un escupitajo.
La cara de él cambió de color. Tragó saliva y buscó tranquilizarse.
—Así que esto es un chantaje —expresó, con voz quebrada.
—Cada segundo está guardado en mi memoria —dijo ella, señalándose la cabeza—. Literalmente.
El hombre mordía su labio inferior, las manos le temblaban y un sudor frío cubría su frente. Pensó que Dios podía perdonar sus pecados, pero no la sociedad. Reflexionó a lo largo de un interminable minuto. Ella lo aguardaba con paciencia. Al fin tomó una determinación.
—Bien —interpeló, acomodándose mejor en el banco—. ¿Cuáles son tus pecados?
El androide suspiró como si se hubiese sacado de encima un peso asfixiante.
—Comenzaré por anoche, padre —habló—. Aunque era necesario, es lo peor que hice en mi vida, y estoy arrepentida.
Y él, resignado y esclavo de sus propios actos, se dispuso a escuchar la historia que tan bien conocía y que jamás habría de olvidar.
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