sábado, 6 de septiembre de 2008

Ciudad - Ramiro Sanchiz


Hemos salido a descubrir la ciudad. Tomamos una de las vías principales y la recorrimos hasta los barrios bajos; a partir de allí nos perdimos en callejuelas y caminos de tierra, hasta que un alto alambrado nos descubrió el fin de la ciudad. Entonces regresamos hacia la vía principal, luego a otra avenida importante y de allí en dirección al extremo, donde una vez más edificios y calles se perdían en cantegriles y descampados habitados por ombúes y eucaliptos. No tuvimos que caminar mucho para encontrar el gran muro de alambre, otra vez. Uno de nosotros sugirió bordear la ciudad. Descubrimos que hacia el sur la limitaba el río y hacia el norte una confusa trama de vías de cintura. Creíamos tener un mapa, aunque ninguno de nosotros era capaz de recordar dónde estaba o dónde había sido perdido. En base a recuerdos demasiado tenues recorrimos las márgenes de la ciudad hasta dar con una calle que nos parecía alentadora, y por la que optamos por internarnos. No muy lejos empezaron a verse chimeneas y tubos de refinerías, luego el delta empantanado de un arroyuelo, una villa miseria de casuchas de lata y un edificio imponente que, recordamos, había sido un frigorífico, ahora abandonado y poblado por fantasmas. Entonces aparecimos en otra de las vías principales, la primera que habíamos tomado, y regresamos a las callejuelas y los caminos de tierra, hasta que el alto alambrado nos miró desde una distancia bastante mayor de la que esperábamos. Supimos así que la ciudad había crecido, aunque teníamos también la hipótesis de un ligero movimiento de traslación, por lo que resolvimos visitar el otro extremo y constatar su ubicación exacta: tras una hora y media de viaje descubrimos que más allá de los ombúes y eucaliptos se extendían dos brazos de chabolas separados por un arroyuelo. Cruzando un puente precario dimos con un viejo camino empedrado que se perdía en el Este, hasta ser asesinado por el alambrado. Casi un kilómetro había sido añadido, por lo que concluimos el crecimiento indudable de la ciudad, y, como ante la proximidad de lo sagrado y horrible, entendimos que era necesario acercarse al río. Pasamos por los barrios de los ricos, vigilados por autómatas; atravesamos las zonas comerciales y administrativas hasta llegar a la costanera. Descubrimos entonces, como quien comprueba el cumplimiento de una antigua profecía, que el río estaba en bajante. Las aguas se habían retirado casi medio kilómetro, descubriendo un lecho poblado de fósiles y antiguas esculturas de mármol ennegrecido.

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