Seguir el impulso y alcanzarla, eso fue lo primero que le cruzó por la cabeza, aún antes de tener una idea cabal de la naturaleza del deseo, aún antes de saber si la deseaba o no. Eso sí: la imaginó diosa pagana, sacerdotisa de un culto bestial, desquiciado; dueña de promesas insensatas y capaz de proezas sexuales excesivas. Eso imaginó. Pero no se apresuró, no señor. Esperó, sí señor. Eligió deslizarse con suavidad, casi invisible, hasta quedar a su lado para ronronear con afectada ingravidez. Ella no se dio por aludida y redobló el paso, repiqueteando con sus enormes zapatos de suela metálica sobre la acera brillante de orines y óleos. ¡Perfecto! La caza es un arte superior sólo si la presa ofrece resistencia. Debería refinar sus maniobras, sí señor. Aguardaría el instante preciso conteniendo la ebullición hasta el límite de sus fuerzas y no precipitaría el asalto, no señor.
Honró en su justa medida cada segundo transcurrido mientras observaba las formas de la mujer que se abría paso entre la multitud usando sin modales sus hombros, codos y caderas. ¡Exquisita! Y tuvo su premio. Fue un premio fugaz y quizás excesivo, pero al cruzar la calle en dirección a la plazoleta del Almirante, ella le dirigió una sonrisa escasa, tenue, como si lo estuviera espiando. ¡Bravo! Respondió a la señal emitiendo a su vez un delgado sortilegio de luz y maniobró para quedar en posición. Fue el momento en que el humo acre de un inesperado adversario se atravesó en la escena, eclipsando el neón de una leyenda política que tendría que haber pasado inadvertida, y fue el momento en que ella se alisó la falda, marcando sus contornos con las manos. Era el antiguo, pero nunca obsoleto embate biológico, la inequívoca llamada hormonal. Bramó, comprimido y agónico, lanzando su furia al aire y actuó velozmente, disparando una certera ráfaga que puso al adversario fuera de combate, encendiéndolo como un fuego de San Telmo.
La mujer se detuvo, petrificada por el estupor. Pero ya era tarde. Trató de huir, de ponerse en fuga. Pero ya era tarde, repito, sí señor; nada podría impedir que él consumara su acto, no señor. Aunque ella trató de correr, de poner distancia, él aceleró la máquina formidable de uno a cien en un instante y se impulsó hacia ella con un movimiento que fue caricia y choque; salto de tigre, zarpazo, dentellada. Toda la masa de metal se aplastó contra las turgentes formas y las hizo estallar en mil fragantes pedazos, a tiempo para que él experimentara un feroz orgasmo de cromo y plástico.
Sin mirar atrás, con púdico y turbado esplendor, abandonó la escena de la consumación, mientras los pétalos de una flor perpleja se cerraban sobre el cuerpo muerto y él buscaba ansioso un lugar recóndito en el que limpiar las inevitables huellas rojas del amor.
http://grupoheliconia.blogspot.com/2010/11/sergio-gaut-vel-hartman.html
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