Volando a la gloria a nueve mil metros de altura, ya con todo bajo control por única vez en su vida, pensó en lo que estaba a punto de lograr. Pensó en la sangre, en los incendios. Pensó en las sirenas y los escombros. En la gentuza hecha pedazos.
—Otra que Irak —le dijo Willem Dafoe deslizándose el dedo por el bigote—. Otra que Hiroshima.
Él oyó también un graznido lejano, una voz chillona que llegaba desde las entrañas del B-29 anunciando que la misión no está autorizada, imbécil.
Le pidió permiso al teniente Dafoe para entrar en el depósito de la bomba. Entró en el depósito de la bomba y la acarició despacio. Antes de que pudiera lanzarla sobre esos millones de vidas de mierda, su mujer lo despertó.
A los gritos lo despertó. Su mujer legañosa, más gorda y más bruta que un rinoceronte.
Durante el desayuno lo trató igual que siempre: de cornudo para abajo, cualquiera.
Él no se atrevió a nada, ni siquiera se planteó atreverse a lo que fuese.
Salvo cuando la bruja se fue —A coger con mi macho, imbécil— pegando un portazo. Ahí sí. Ahí sacó de la alacena la primera cerveza que encontró y la lanzó por la ventana de la cocina. Siete pisos abajo, el estallido contra el asfalto sonó a un trueno de vidrios secos.
Se asomó a mirar. Abrió la heladera y buscó la manteca. Mientras comía su tostada, oyó gritos que venían de la calle.
Al rato aparecieron los porteros, con la policía: las esquirlas del botellazo le habían vaciado el ojo a una nenita.
No tuvieron necesidad de hablarle más de lo debido ni de esposarlo. Hizo todo lo que le ordenaron. Comprendió cuánto le gustaba obedecer.
Feliz, no dudó en sonreírle a la gente que se había agolpado para ver cómo se lo llevaba el patrullero.
Y su sonrisa era sincera: pocas cosas hay en el mundo tan estimulantes como vivir una mañana diferente.
Marcelo di Marco
—Otra que Irak —le dijo Willem Dafoe deslizándose el dedo por el bigote—. Otra que Hiroshima.
Él oyó también un graznido lejano, una voz chillona que llegaba desde las entrañas del B-29 anunciando que la misión no está autorizada, imbécil.
Le pidió permiso al teniente Dafoe para entrar en el depósito de la bomba. Entró en el depósito de la bomba y la acarició despacio. Antes de que pudiera lanzarla sobre esos millones de vidas de mierda, su mujer lo despertó.
A los gritos lo despertó. Su mujer legañosa, más gorda y más bruta que un rinoceronte.
Durante el desayuno lo trató igual que siempre: de cornudo para abajo, cualquiera.
Él no se atrevió a nada, ni siquiera se planteó atreverse a lo que fuese.
Salvo cuando la bruja se fue —A coger con mi macho, imbécil— pegando un portazo. Ahí sí. Ahí sacó de la alacena la primera cerveza que encontró y la lanzó por la ventana de la cocina. Siete pisos abajo, el estallido contra el asfalto sonó a un trueno de vidrios secos.
Se asomó a mirar. Abrió la heladera y buscó la manteca. Mientras comía su tostada, oyó gritos que venían de la calle.
Al rato aparecieron los porteros, con la policía: las esquirlas del botellazo le habían vaciado el ojo a una nenita.
No tuvieron necesidad de hablarle más de lo debido ni de esposarlo. Hizo todo lo que le ordenaron. Comprendió cuánto le gustaba obedecer.
Feliz, no dudó en sonreírle a la gente que se había agolpado para ver cómo se lo llevaba el patrullero.
Y su sonrisa era sincera: pocas cosas hay en el mundo tan estimulantes como vivir una mañana diferente.
Marcelo di Marco
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