Ese beep distinto, más largo de lo habitual, que sonó en la línea de cajas del supermercado, me trasladó a una región oscura, conscientemente ignorada.
La cola se detuvo. No sólo me paralizó el sonido: una ola helada, bien dentro de mí, me hizo oler de nuevo el pasto escarchado y la tierra de la escuela.
—¿Sabés que de chiquita quedé huérfana —me susurró la misma voz codiciosa, desgarrada, conocida—, y crié a todos mis hermanitos?
Fue como si me hubiese vaciado, como si mi sangre ya no fluyera. El beep no era normal; se prolongaba en la bocina del tren que veíamos pasar trepados al alambrado del patio del colegio mientras pedíamos deseos.
—Los crié a todos, querida. Yo solita y mi alma.
La voz me atropelló con recuerdos de aquella escena que creía olvidada, enterrada como hueso rancio.
—Sí, sí —alcancé a balbucear jadeando, con la garganta cerrada.
Inmediatamente sentí cómo sus dedos atenazaban mi codo. Por sobre el hombro vi su otra garra prendida al mango del carrito.
La cajera sonreía, cómplice: comprendí que era ella quien había detenido la cola. Su risa era perversa, resentida, como la de la maestra del jardín cuando dejaba entrar a esa asquerosa harapienta al patio de la escuela.
—¿Así que te acordas, eh? —la voz de la vieja me invadía de nuevo como aquella vez, con el mismo y cálido aliento a cadáver—. Todo sigue igual, nena. Sigue igual la pasión por criar chicos ajenos.
Sentí el calor líquido piernas abajo, pensé estúpidamente que el pis arruinaría el twed del Armani recién traído de Italia.
…quise decirle algo, correr, salirme, amenazarla, pero ya ni siquiera tenía voz.
Y entonces el tren pasó como una topadora por el fondo del patio del colegio, por encima de mí… y volví a mirarla a los ojos con la certeza de que esta vez no podría escapar.
La cola se detuvo. No sólo me paralizó el sonido: una ola helada, bien dentro de mí, me hizo oler de nuevo el pasto escarchado y la tierra de la escuela.
—¿Sabés que de chiquita quedé huérfana —me susurró la misma voz codiciosa, desgarrada, conocida—, y crié a todos mis hermanitos?
Fue como si me hubiese vaciado, como si mi sangre ya no fluyera. El beep no era normal; se prolongaba en la bocina del tren que veíamos pasar trepados al alambrado del patio del colegio mientras pedíamos deseos.
—Los crié a todos, querida. Yo solita y mi alma.
La voz me atropelló con recuerdos de aquella escena que creía olvidada, enterrada como hueso rancio.
—Sí, sí —alcancé a balbucear jadeando, con la garganta cerrada.
Inmediatamente sentí cómo sus dedos atenazaban mi codo. Por sobre el hombro vi su otra garra prendida al mango del carrito.
La cajera sonreía, cómplice: comprendí que era ella quien había detenido la cola. Su risa era perversa, resentida, como la de la maestra del jardín cuando dejaba entrar a esa asquerosa harapienta al patio de la escuela.
—¿Así que te acordas, eh? —la voz de la vieja me invadía de nuevo como aquella vez, con el mismo y cálido aliento a cadáver—. Todo sigue igual, nena. Sigue igual la pasión por criar chicos ajenos.
Sentí el calor líquido piernas abajo, pensé estúpidamente que el pis arruinaría el twed del Armani recién traído de Italia.
…quise decirle algo, correr, salirme, amenazarla, pero ya ni siquiera tenía voz.
Y entonces el tren pasó como una topadora por el fondo del patio del colegio, por encima de mí… y volví a mirarla a los ojos con la certeza de que esta vez no podría escapar.
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