martes, 10 de julio de 2012

Campo magnético – Héctor Ranea


Alcancé a verlo sacar de entre sus ropas un revólver Smith & Wesson 9091 Luminox Beetle equipado con balas electromagnéticas. Una ironía. Me matarían con el arma que yo había desarrollado. Acá, en este planeta y con materiales totalmente autóctonos.
El desconocido me mantenía amenazado con el arma, mientras mascullaba vaya uno a saber qué en su lengua primitiva. Tenía tal intoxicación que se le escapó un tiro que voló una chimenea del parador. Menos mal que, siendo de noche, no había nadie debajo.
La bala eran pellets particulados hechos de nanotubos politexturados de sesquióxido de vanadio con sodio microencapsulado en contenedores fractales, bañados en platino con clad polimorfo que, al ser enormemente acelerados por los imanes superconductores del revólver, se incrustaban en los cuerpos para que luego, el agua que tenían estos seres, hiciera explotar el sodio. El bólido pegó en una cerca de aluminio, quedó expuesto a la poquísima humedad ambiente, de modo que ardió lentamente con llamas del tamaño de una pequeña cucaracha de quirófano. Eso distrajo a mi agresor, por lo que pude tomarlo del cuello, del arma y del pie izquierdo, mientras mis otras manos lograban hacerlo caer de espaldas.
—¡Strike! —gritó el desconocido—. Soy terrícola, ¡no me ataque! Sólo estoy buscando volver.
—Yo también soy terrícola, estúpido —le susurré al oído con la probóscide testicular—, y no por eso intenté matarte —reconozco que mi aliento es ofensivo para los tipos como estos alfeñiques de apenas siete piedras de peso, así que gocé poniéndole mis hocicos cerca de su napia.
—¡Por favor, le apunté para defenderme! —pronunció esas palabras con su voz gangosa pero estentórea, casi suplicando—. ¡Sólo quiero regresar!
—Defenderte, ¿de qué? Regresar, ¿a dónde? ¡Soberano estúpido! —tenía ganas de matarlo, ardía de ganas de matarlo. Podría haber matado a mucha gente. No sabía qué hacer con mis ganas de matar—. ¿Creías que la vida era fácil? Acostúmbrense a que nosotros mandamos —le grité.
—Nosotros creíamos en la libertad —alcanzó a decir con la voz ahogada por mis tentáculos que lo estaban revisando—. No los queremos acá.
—Pero tus líderes nos trajeron, nene. Fueron ellos y el agua.
Lo dejé tirado un rato, agarrándose el cuello. Tomé el revólver. Finísimo artefacto al que yo amaba profundamente. Verifiqué que tenía aún carga, di tres pasos para atrás, le apunté y disparé. Lo veo como en cámara en ralenti. El proyectil se aproxima al cuerpo inerme. El humanoide activa su imán deflector (¿por qué no pensé en eso antes?) y repele el ataque con tanta mala suerte, para mí, que la bala invierte su camino y se dirige a mi cráneo. Nunca nos caracterizamos por ser rápidos de reflejos. Ahora sigo andando, pero descerebrado. Una pena. Apenas si puedo escribir, de modo que, cuando mi comandante me encuentre me destruye, por inútil. Tendría que haber escuchado al humanoide, tal vez eso de la libertad no fuera mera tontería, después de todo. Tengó aún un tiro en el revólver y estoy pensando con las manos de escribir. ¿La muerte será la libertad?

Acerca del autor:  Héctor Ranea

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