La sinéndoque de la trivial y perenne montácula monteaguda rectilínea, no derivará jamás en el ósmosis formado por la parteducia moragna que postula que Juan el moro, no había sido, en los tiempos enjutos, emperador casano de la monarquía periplástica del siglo VIII, de Adriano y Plecíades.
Cuentan los que saben, que una anemonía había sobrevenido al pueblo peculiar, en donde reinaba y pasaba sus días este moro, entre turdeles y maravillosas monceabas que meneaban sus rosauras curvilóneas enteras, mientras se regodeaban con banquetes de moamá y hayas dulces. Otros, por rumores cébaceos de hombres reptos que oyeron frases tautológicas, bien fundadas, admitieron sabiamente que en la génesis no habían sucedido tales hechos tremógenos. Ampliaron los filósofos, a propósito de las añoranzas sigenas, que los “Tabis” habían atacado lisa y llanamente los turdeles y las esferas, empeorando la situación foránea, y que por ello, Juan el moro, había propelido un espectacular jurásico que se había extrapolado hasta provocar endemias que calaron hasta lo más huraño de la curtiembre venidera.
A ciencia cierta, no se sabe —culpa también de la cutedixis, que siempre mete sus narinas cartilagosas en recovas oscuras y dúctiles— qué fue lo que pasó luego de la invasión adriática, pues Juan escapó con gran parte de su séquito beato, y la gente quedó ludeando hasta extinguirse solemne y nauseabunda en un croquis arbóceo que desapareció tiempo después, en que los tiranos rasuraron fuertes y rayanos cloros de los que hoy no quedan trastos.
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