sábado, 26 de julio de 2014

El arroyo seco - Héctor Ranea




Blachto manejaba su camión de reparto con la concentración de siempre. Casi a la entrada del cementerio vio las tres mujeres caminando al borde de la ruta, con dificultad pero decididas. Iba la más joven atrás, vestida con una remera negra y una calza tan negra que podría haber pasado por carbón. La del medio era la más vieja y su atuendo no era menos negro. Un saco llevaba que parecía de hombre, la pollera amplia y negra, las medias negras, un pañuelo negro y los ojos tan llenos de negrura que Blachto se distrajo demasiado. Al frente del cortejo iba la madre, seguramente, de la más joven, a su vez hija de la del medio. De pies a cabeza vestida de negro, camisa, vestido, saco de lana y pañuelo en la cabeza. En las manos llevaba flores que parecían sangre de toro, oscuramente roja, de ese rojo que sólo combina con el negro.
Blachto supo que tenía que pisarlas. En medio de un estremecimiento casi involuntario, el camión se salió del estrecho camino, pisó la banquina que oficiaba de vereda a las tres mujeres de negro y las atropelló sin más ruido que sendos golpes secos en la parte de abajo del camión de reparto. El repartidor se descompuso y un vómito lo sorprendió al mando aún del camión desbocado y para cuando recordó el puente mínimo fue tarde. Cayó torpemente al arroyo seco. El golpe lo terminó de ahogar aplastando su pecho contra el volante, si no fue el vómito antes. Las mujeres continuaron caminando hacia el cementerio dando apenas una mirada al accidente. Y aún no han llegado.


Acerca del autor:  Héctor Ranea

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