viernes, 16 de mayo de 2014

La camisa – Mirta Varela


Basada en testimonios. Por los curas villeros

Fui con Cata. El autito roncaba como si le fallaran los bronquios. Anduvimos bastante pero, charlando, el tiempo se hace corto. Llegamos a un espacio vacío, con aires de plaza, nos bajamos y continuamos de a pie varias cuadras. Las calles se estrechaban y se hacían más sombreadas. Calculé para después: un farol cada cien metros, con suerte. Hacía mucho frío y la escasa luz no era amigable. Nos salían al cruce ladridos de todo timbre, gritos de alegría o de bronca, música estridente. Mucha vitalidad se notaba dentro de las casitas.
Cuando llegamos y nos abrieron la puerta, nos salió al encuentro el brillo amarillento de una lamparita y ese aroma denso, mezcla de querosene, fritura, humanidad y la grasa de unas velas encendidas.
Alrededor de la mesa estaba Mabel, conversando con Lucía y Oscar, nuestros amigos, que debían haber llegado un poco antes, más un grupo de mujeres y hombre de distintas edades que yo desconocía. Algunos tenían aún en sus manos —todas curtidas, por cierto—, rosarios de plástico. Total, unas quince personas, al menos, en un espacio de tres por tres.
De pronto todos parecían tener prisa y se fueron yendo de a grupitos. Corteses pero decididos.
Sin embargo, la pude ver, así, de refilón. Una caja de zapatos quizá y dentro, algo que todos acariciaban, como si rozaran apenas las plumas de un pichón. Pero luego se santiguaban y se iban. Me miraban a hurtadillas, tal vez conjurando viejos miedos. Y con eso me distraje y… ya no vi más la caja, o el bulto, o lo que fuera.
Al fin quedamos solos, mis amigos y yo con la mamá de Mabel, Cata, que, enseguida, sacó vasos, soda, vino y unas sopaipillas. Ella es chilena.
La escasa luz se filtraba apenas, puro otoño frío, a través de los vidrios opacos de tierra. El sol ya había iniciado su escape silencioso y apurado. Los callejones de la Villa tienen mala fama.
Predominaban los rojos y verdes en el hule gastado de la mesa de la cocina, y, al rato, el cenicero estaba cargado de cenizas tibias de confidencias, recuerdos, intercambio de penas y puchos aplastados como temas cerrados.
—Yo no debería haberles dicho— Mabel tragó con dificultad un sorbo de vino.
—¿Por qué? Nos conocés. No vamos a hablar— arrimó Lucía.
—Mirá, si algo hemos aprendido es a manejarnos como anguilas, a ser sigilosos, escurridizos— la voz de Oscar tenía un sabor a descontento y a vergüenza.
—Sí; ya sé. Todos. Fueron tiempos duros. Igual… no pueden hacer nada para evitarlo.
—¿Entonces, es cierto que la tienen ustedes?— dije.
—Bueno, es difícil. En realidad no la tiene nadie. Porque la tienen todos. Va pasando de mano en mano ¿Sabés? Y nadie te dice, cuando te la da, quién se la entregó antes. Es como parte del rito.
—¿Y se la sacaron ahí mismo, en la vereda?
Mabel hizo del silencio una guarida de recuerdos y sentidos – No sé bien. Yo no estaba ese día. Orlando, el otro cura, me contó que lo dejaron tirado, desangrándose. Y tardaron en venir a buscarlo. Los vecinos se fueron juntando, llorando, gritando. Lo amábamos ¿Sabés?  A Orlando también. A él lo chuparon después y le dieron duro. Pero vivió para contarlo. Él me dijo. ¿Sabían que al rato empezó a llover despacito, lavando la sangre, llevándola como en arroyitos hasta un cantero con un árbol recién plantado? Su sangre no fue a parar a la cuneta, con la mugre. Siguió dando vida.
—La siguen teniendo —insistí, porque, con un escalofrío, presentí que la había visto.
—Sí. Rezamos con ella. Acá, que estamos acostumbrados al barro, no nos arrodillamos en la misa. Los de afuera creen que es por eso, por no ensuciarnos. Pero la verdad es que Carlos nos enseñó a pararnos. Que todos somos iguales. Que Jesús nos pone de pie. Eso cría, eso hacía. Eso sigue haciendo su camisa ensangrentada y llena de agujeros. Nos ayuda a recordar, a rezar, a volver a pararnos siempre, a dar la mano.
—Por eso se la pasan.
—Sí. De mano en mano. Recorrió la Villa tantas veces como él. De alguna manera también tiene nuestra sangre. Él se hizo cargo de nuestra sangre y de nuestro sudor… No es fácil de entender. Era lindo, joven, apasionado, inteligente. Lo queríamos. Lo queremos. Así está entre nosotros. Nos vuelve a mostrar cosas.
—Como un sacramento—dijo Lucía— una manera de reconocer con los ojos, la piel, la nariz, el amor de Dios en cada uno. Está bueno.
—No analicen tanto—dijo Mabel algo ofuscada— Desde afuera se analiza. Adentro se siente, se siguen códigos. No hace falta decir tanto.
—Pero Carlos era jesuita —intercedí—. Racionalizaba y pensaba mucho…
—Y eso no lo paraba. Yo no sé qué era. Sólo sé quién era y quién sigue siendo y qué significa para nosotros. Y de la sombra que acompaña su camisa. Que hace bien, que quita el miedo y se mete entre los callejones y entre el barro como pocos lo hicieron o lo harían.
Sonaba molesta la voz de Mabel.
Lucía, como en un ruego, le apoyó la mano sobre el brazo.
—Aunque seamos de afuera, aunque no vivíamos ni vivamos con los que él prefería, dejanos, al menos, que también podamos creerlo y sentirlo un poco nuestro. Aunque no tengamos la camisa.

Acerca de la Autora: Mirta Varela

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