viernes, 2 de mayo de 2014

Barrotes - Maximiliano Provenzani




Resultó ser que todas mis conjeturas fueron erróneas, y la elegante y hermosa mujer que me había perturbado durante toda la noche no era la gran señora madre respetable e impoluta que yo había pensado, sino que, por suerte, era la puta más asquerosa, desafiante y perversa que me había cruzado en toda mi vida. Se sacó los zapatos, me dio la espalda y se puso en puntas de pie contra la pared. Tenía unos tobillos perfectos. Se levantó la pollera hasta la cintura, apoyó las manos contra la pared fría y rugosa; arqueó un poco el cuerpo y me arrimó el culo desnudo y carnoso. Tuyo, me dijo. No me lo tuvo que repetir. Me la cogí con rabia, con desprecio, sabiendo que si le mostraba algo de ternura nuestra burbuja reventaría al instante convirtiéndose en una mancha acuosa y mugrienta. La bombita del pasillo del quinto nos pintaba la piel de amarillo pálido. Mirá que todavía vivo con mamá, me avisó. Yegua. Las tetas se le movían arriba y abajo rozando la pared y pensé que si me la seguía cojiendo un rato más se iba a poner a gritar como una loca. Mientras se la metía y se la sacaba, se me venía a la mente la imagen de la vieja espiándonos por el visor de la puerta del 5ºC. Vieja perversa. El ascensor arrancó de golpe, el ruido de las poleas nos sobresaltó pero ninguno de los dos amagó con abandonar la faena. No podía parar de entrarle, y no hubiera parado aunque me lo hubiera pedido. Siempre me gustó agarrar maduritas. Las pendejas siempre te traen problemas, tienen voces finitas e insoportables como chirridos de tenedores, y además no saben qué hacer cuando tienen una pija adentro. Se tiran en la cama como un bofe y se piensan que te están haciendo un favor, y los favores yo los voy a pedir a la iglesia. Las veteranas son otra cosa, no tienen aires de diva ni pruritos a la hora de los bifes, quieren cojer y punto. Y ahí aparezco yo, sin falsas promesas ni tontos reproches, sin llamadas a deshoras, sin llantos de despedida; porque, digamos la verdad, llega un momento en nuestras pobres vidas en que los bailecitos de cortejo y la labia sistemática se vuelven tareas inútiles y obsoletas, hay que correr, hay que aguantar, hay que zafar de los segunderos que te pinchan el culo y te avisan que la cuerda se está acabando, hay que aprovechar. Dale que baja gente, susurró entre gemidos contenidos. La cabeza me explotaba, el sonido de los cables rozando las paredes del hueco del ascensor me dolió en los dientes y se transformó en una visión atroz, cadenas enormes y pesadas se enredaban en mis piernas y me arrastraban en un descenso sin escalas hacia el infierno de los viles, de los crueles, de los cafishios, de los chongos, de los ventajeros, de los cojeviejas, de los hijos de puta, ese infierno horroroso infectado de buitres carroñeros. El ascensor dibujó sobre la pared cuatro barrotes blancos, se la enterré hasta el fondo y acabamos los dos a la vez mordiéndonos los labios. Me prendí un pucho y suspiré, nos quedamos en silencio mirándonos como extraños; se bajó la pollera despacio, se puso los zapatos, se acomodó las tetas adentro de la camisa y me besó. Por debajo de la puerta del 5º C comenzó a escaparse un hilito de luz matinal. Me voy. No, vení, quedate a desayunar. No hagamos ruido, los chicos duermen. Entramos. El café con leche de esa mañana tenía tanto sabor a derrota que aún hoy no me lo puedo enjuagar.


Acerca del autor:  Maximiliano Provenzani

No hay comentarios.: