domingo, 23 de marzo de 2014

Crónica de un descubrimiento - Alberto Gil


Cuentan que cuentan que uno de aquellos días en que el abuelo Ramón había ido a buscar a su nieta Isabel, que ya auguraba la primavera, a la salida del colegio, le narró una historia. Uno de esos relatos que a los niños les quedan grabados para siempre y cuando son mayores, ellos también los transmiten a otros nietos.
Cuentan que cuentan que Ramón le habló de que había descubierto una nueva flor. Era una flor que hasta entonces nadie había sabido ver porque se escondía bajo otras plantas de mayor fama y apariencia.
Cuentan que cuentan que fue el primero que se fijó en ella y que desde entonces la había venerado en secreto pues no quería que nadie que no supiese mirarla con los ojos del corazón se acercara a ella y pudiese truncarla, mancillarla. Que su color era un rojo pálido, que sus pétalos eran lobulados y que su tallo era esbelto, de joven núbil. Que se escondía para no ser robada por manos traidoras.
Y cuentan que cuentan que cuando el abuelo Ramón la vio se prendó de ella porque ella era la imagen de su amada. Que cada día iba a mirarla para no sentirse solo porque Susana, la joven de rizos de oro y ojos de luna llena estaba lejos aquel verano.
Que al cabo de los días de fieles visitas se encontró junto a la flor con una joven de etérea belleza que le miró y le habló:
-Sé que quieres tener contigo esta flor que es la imagen de tu amada. Que la has cuidado con el corazón limpio y que, con ella, podrás ganarte el tesoro de su pasión. Quiero que la cojas con tus manos de príncipe, que la acunes y la portes hasta la morada de la que te ha robado los sueños. Si lo haces como yo te indico Susana será tuya.
Y que Isabel, la nieta, cuando le escuchó agrandó sus ojos y soñó. Soñó porque su pecho también palpitaba por las caricias de otro joven pero que lo hacía en secreto.
Y que quiso saber dónde había hallado su abuelo aquella flor sin par.
Y que el abuelo, no supo negarle nada a su lucero y que le indicó el lugar, allá en el Paseo de los Castaños.
Isabel aguardó al sábado siguiente. No vivía contando los días que faltaban para su búsqueda. Estaba segura, confiaba.
Y que recorrió la vereda hacia el manantial y que allí vio, no a una flor, sino a un joven galán, a un doncel de gallarda figura.
Y que se acercó a él y al mirarle supo que aquél no le era desconocido, era su prenda, su faro.
¿Y qué vio Isabel que el joven Santiago tenía en sus manos? Sí, aquella flor que tanto se parecía a la que el bueno de Ramón le había descrito.
Y que la recibió, lo mismo que recibió las caricias y el beso de amor eterno. Los pétalos se hicieron promesas y el perfume supo a vida para siempre.
Han pasado ya largos lustros, el tiempo cubrió con su velo al abuelo y Isabel y Santiago tuvieron otra hija, Adela, y que ésta supo de cómo sus padres se unieron. Y que cuidó la planta de la que nacía la flor. Que quiso cultivarla, guardar su memoria y enseñar a quienes la quisieran escuchar que el amor, para que fructifique en lo más bello, ha de basarse en la entrega del símbolo que lo aúne, en algo pequeño pero hermoso, en un regalo que sea la garantía del más hermoso de los milagros.


Acerca del autor:  Alberto Gil

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