jueves, 2 de enero de 2014

La bella y la bestia - Rafael Blanco Vázquez


Yo lo que digo es que ella lo hacía adrede. Que yo me equivocaba al ponerme como me ponía, vale, de acuerdo, puede ser. Pero ella lo hacía adrede, a mí que no me vengan.
Se pasaba las horas muertas insistiendo con lo de la seguridad. Convenía cerrar bien puertas y ventanas, sobre todo de noche. Pero como en todo, sólo insistía de boquilla. Después la mayoría de las veces tenía que estar yo detrás de ella para que no se lo dejase todo abierto.
Aquella noche yo estaba muy cansado. Lo cerré todo y me fui a la cama. Ella se quedó un rato viendo la tele. Aún dormía cuando me desperté por la mañana. Bajé (vivíamos en una casa de dos plantas) y vi que la puerta de la terraza estaba entreabierta.
Cuando la señorita (que roncaba como un elefante) se despertó, y tras un intervalo prudencial en el que la dejé que se tomase su café y se fumase los cuatro cigarros de la primera hora de su jornada, en un tono bien cuidadoso para no herir su susceptibilidad le dije:
—Cuqui, no es por nada, pero ayer no cerraste la puerta de la terraza.
—Sí que la cerré, lo recuerdo perfectamente.
—Esta mañana me la encontré entreabierta.
—Pues yo recuerdo perfectamente que la cerré.
—¿Y entonces cómo es que estaba entreabierta?
—Yo sólo sé que recuerdo perfectamente que la cerré.
Y ahí estallé. No lo pude evitar. Me puse a pegar unos gritos que me asustaron a mí mismo. Me temblaban las manos, me palpitaba el corazón, se me salían los ojos de las órbitas. La llamé de todo. ¿Cómo era posible tener tanta mala fe? ¿Qué necesidad había de seguir negando una evidencia? ¿Es que no era posible que se callase, que aceptase un error, que por una vez dejase de combatir, de competir, de rivalizar?
Con aires de inocencia y la voz temblorosa me dijo que me tenía miedo, que yo era un ogro, que qué sentido tenía ponerse en ese estado, que vivía en una angustia perpetua porque yo era una escopeta cargada, que así no podíamos seguir.
Pero eso ya lo sabía yo, que no podíamos seguir, ni así ni de ninguna forma. Que ésa es otra. ¿Por qué oscura razón seguíamos juntos? Yo no la soportaba, ya no follábamos (en realidad sí, y eso era lo peor: era de esas veces en que uno folla a menudo pero tiene la sensación de que no: ¿saben de lo que hablo?), apenas nos dirigíamos la palabra, en varias ocasiones dormí en otra cama, en otra habitación, y no se dio ni cuenta. Yo la miraba y me parecía fea, me molestaban sus ronquidos, su respiración difícil (era asmática), su voz, todo, en fin.
¿Pero qué tiene eso que ver con lo de sus tres negaciones? ¿Qué ganaba ella sacándome de mis casillas a base de mala intención? ¿Era masoquista? ¿Estaba buscando razones para que lo nuestro se fuera definitivamente a pique? ¿Le gustaba ver que mis emociones dependían de ella: antes el placer sexual, ahora la ira? ¿Necesitaba mi ira para desempeñar su papel favorito, el de pobre víctima inocente?
Probablemente un poco de todo. Pero a mí que no me vengan, lo hacía adrede.
Dicen que cuando uno se enfada pierde. ¿Pero qué necesidad tenía yo de ganar semejante combate? Eso hubiera significado que lo aceptaba.
Sobre el autor: Rafael Blanco Vázquez

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