En algún lugar quedaban sus manos. Argentea se las colocó, enroscando ambas en sentidos opuestos. Pronto llegaría la Gestapo y le darían tantas pastillas que acabaría tullida, arrastrándose por el piso sin piernas. El color cerúleo de una cara conocida la dejó macilenta. Ana Argentea quería volar, salir del agujero al que la habían tirado, un foso de cadáveres de niños. Miró alrededor, rebuscó entre los cuerpos unas piernas y, en el penoso deambular de su extraña y hermosa fisonomía recordó tres haches inscritas en sus mutiladas piernas. Las habían tirado junto con el resto de ‘basura’. La sangre empapaba la parte de abajo: unos genitales totalmente abstrusos y artificiales, que habían cabreado Führer. Sólo veía que, en el fondo, con su corazón hidraúlico, de una pieza, podía levantar a un elefante, así que reptó y alcanzó el borde, el muro, su cuarto, rescató sus piernas del baúl de juguetes de la hija del dueño de uno de los 'hotelitos' de los nazis. Las crónicas de Tesaliaren, cuentan que una mujer dio muerte a todos los soldados, se puso su traje y se paseó con sus piernas eléctricas hasta la alambrada un 28 de septiembre de 1944.
Acerca de la autora:
Raquel Sequeiro
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