Estaba yo sentado en el banco de la plaza, enfrascado en la lectura del último libro de mi poeta favorito, cuando me distrajeron unos pasos apenas perceptibles a mis espaldas.
Me volví y nadie. A estas horas, cuando el sol cae y comienza a refrescar, la plaza suele estar deshabitada, y hoy no era la excepción. Sólo yo, demorado en la lectura, y una silueta a lo lejos. Algo intrigado, continué con el poema que tenía entre manos:
No fue la pereza de las gotas,
ni las agujas en las plantas de los pies.
No la rotunda ausencia de luz,
ni las sonoras pisadas.
No fue el reflejo de la angustia en las vidrieras,
ni el neón tartamudo del kiosco de la esquina.
No el chiflete entre las articulaciones de los huesos cansados.
No el silbar de ruedas en la noche.
No.
Descubrí sus intenciones recién cuando la tuve frente a mí.
Tarde.
Ninguna artimaña podrá librarme de su abrazo.
Levanté la vista y allí estaba. Negra y con un brillo seco en los ojos. Me tendió la mano y dijo con dulzura:
—Vamos, Fernando. Ya es la hora.
Como humilde peón, seguí sus pasos.
Acerca del autor:
Fernando Puga
1 comentario:
Me encanta el género. Buenísimo tu breve.
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