Paco “Chirlazo” Damianes paseaba
con sumo orgullo su continente por la playa Bristol, en el verano de
1957, donde creo que lo vi por última vez. Mi padre, que por
entonces usaba traje oscuro para ir a la playa, lo reconoció por el
sombrerito marinero, el mismo que usaba para subir al ring y por el
tatuaje de un ancla en el brazo izquierdo, con el que había noqueado
a varios ilustres del peso pesado. Incluso al campeón sudamericano,
el gran Andrés “Tigre Rayado” Zelta, loco como indicaba su
apodo, había llegado a voltearlo dos veces en una pelea de fondo que
fui a ver de chico, aunque después de la paliza que el Tigre le
propinó en el noveno o décimo round, el Chirlazo se cayó como una
bolsa de papas a la lona y le contaron hasta cien, calculo.
Le decían Chirlazo porque la partera
que ayudó a que naciera le pegó el clásico chirlo para que llore,
pero el Paco se negó. La partera y la abuela se pegaron flor de
susto así que le entraron a zurrar por turnos y con ganas en las
nalgas hasta que lo hicieron llorar de rabia, calculo. Desde esa
fecha data el considerable atraso que había tenido en todo su
desarrollo, excepto en el físico. Y la historia que voy a contar
tiene que ver precisamente con algo de eso.
Yo pienso que debe haber sido Carnaval,
porque no recuerdo otras fechas tales que mi madre nos llevara al
mar, más que esas. Y por entonces era proverbial que el Tigre Rayado
se pusiera bastante pesado en lo que respecta a quienes le
lambeteaban una mirada a la mujer, una rubia espectacular, con senos
casi desnudos y un trasero tan descomunal que costaba no mirar. El
Tigre se ponía más que en guardia al acecho para captar miradas y
repartir sopapos a diestra y siniestra, a tirios y troyanos, a niños
o viejos, a jubilados o mozalbetes. Sin distinción. Y ocurrió lo
que tenía que suceder. El Chirlazo se le cruzó al Tigre y no perdió
oportunidad de mirar con sorna al contendiente al cual hizo besar la
lona y con lujuria inocultable a toda esa piel tensa que hubiera
querido amasijar a besos. Y fue para allá la trompada más terrible
que yo hubiera visto jamás. Se escuchó desde La Perla hasta Playa
de los Ingleses. Me alcanzó un pedazo de diente que conservo de
recuerdo, aunque no sé de quién fuera. Cayó en el balde que estaba
llenando de agua para mojar a una piba que me gustaba, y prolijamente
le saqué la sangre, calculando que eso sería un trofeo, cosa que
fue así, efectivamente, todo un éxito en la Escuela Mitre. Pero
vuelvo a la pelea del siglo. La rubia se levantó con unas gotas de
sangre, presumiblemente nasal y del Chirlazo, tomándose las tetas
con la loneta y a los gritos. Cuando llegó al policía, el Tigre
estaba magullado pero de pie. El Chirlazo tenía la cara hundida como
un caramelo hueco. No fue que lo durmió, lo mandó al menos diez
años en coma. Cuando lo despertaron, el Paco quería ponerse los
guantes, pobre, para ir a darle el uppercut que le debía al otro,
pero no sabía que ya el Tigre Rayado había muerto de tuberculosis
en una celda en Sierra Fría y a él le quedaban pocos meses. Cuando
preguntó por los dientes, le dijeron que la mayoría se los había
comido pero habían logrado recuperarlos a todos, menos a uno. En
esos meses, el Chirlazo talló figuras en sus dientes. Notable
aptitud: cuando juntaban los dientes, ahí estaba la cara de Zelta.
De la rubia ya ni se acordaba. Un tipo raro el Chirlazo. El diente
que le faltaba no lo extrañó nada, pero yo tampoco lo pude vender,
ni siquiera hoy. Ya nadie se acuerda del Chirlazo Damianes.
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