Le
dio un buen paseo a su mascota, una nutria que se había traído de
Hawai en su último viaje en escolopendra voladora. Ató bien el
equipaje, ajustó las riendas a su caballo y partieron raudos y
veloces. Alguien pregunto quién era la nutria; Nadie, a su derecha,
preguntó dónde estaba la escolopendra. El escritor se quedo callado
y su mujer, la ilustradora más famosa de todos los tiempos, los untó
con goma de borrar.
—¿Llevas
el mapa, querida?
—Aquí
está —dijo, sacándolo del bolsillo de su chaqueta—. Llegaremos
pronto. No olvides la contraseña, yo también soy un dibujo. —El
escritor sonrió, la enorme escolopendra se debatía en el saco sobre
el techo del vehículo: no le gustaba que la ataran, sobre todo por
sus siete alas vidriosas—. Nos quedan un par de horas de viaje y
estaremos en la casa de Moz.
—Vale,
esto me recuerda… — Pisaron un par de escalones amarillos al
bajar.
—¿Pero
esto no era Moz?
—Sí,
el camino era tan sencillo que lo cambió por escalera, parece.
La
mujer preguntó que pensaba pedirle al mago y mientras el escritor
pronunciaba 'ciruela' y la escaleras aminoraban la marcha para que
pudiesen subir; abrazó a su compañera, se rió y apenas tuvo
tiempo, Nadie o Alguien, quienes habían reaparecido, de preguntarle
nada a nadie o a alguien.
En
unas horas, Sofía dejó de ser un dibujo y Héctor tenía un corazón
nuevo.
—Avestruz.
—Salieron de allí rápidamente, con las escaleras explotando en un
sinfín de fragmentos.
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