A Ildefonsa Licia Borja le pareció poco remunerativo al principio, pero aceptaba todo lo que podía ofrecerle un poco de dinero. Su compañía de traducciones multilingüe estaba pasando malos momentos, sobre todo desde la aparición de los traductores on-line.
Ahora se podía traducir del turco al afgani sin demoras y de éstos al moorkian y viceversa sin errores, gracias a los chips de última generación traídos allende el sistema solar. De modo que cuando recibió el llamado desesperado del Director de Prensa de la afamada compañía de turismo NPN (no ponemos el nombre por razones comerciales) aceptó aunque a regañadientes. Fue a entrevistarlo sin demora, eso sí.
—Tengo demasiadas conferencias de prensa para hoy —dijo el Director.
—¿Y en qué podría yo intervenir? —preguntó Ildefonsa, pensando para sí que estaba todo mal.
—Mañana tengo toda la mañana ocupada en el odontólogo.
—Sigo sin entender —dijo con cierta incomodidad Ildefonsa que pensó qué tendría que hacerle el odontólogo si perdía tanto tiempo.
—Un problema serio con los implantes de titanio y la nanoestructura de diamante del maxilar —dijo él, contestando telepáticamente a su pregunta.
—¿Es telépata? —preguntó ella.
—Para nada.
—Acaba de contestarme una pregunta que no formulé.
—Sólo fue algo casual, créame. Pasemos a la cuestión central. Necesito poner una conferencia teleholográfica en el horario del odontólogo. Y para eso pensé que usted podría ir traduciendo lo que yo diga a los otros miembros del panel.
—¿Y en qué les habla?
—De todo un poco. Pero eso no es problema. Usted tendría que traducirme a mí.
—No lo entiendo.
—Con la boca abierta seis horas no puedo hablar. Usted me prestaría su brazo y yo iría tipiando en él preguntas y respuestas. Algunas se las doy por escrito.
—¿Tipiar en mi brazo? ¿De qué está hablando?
—Morse. ¿Nunca oyó hablar de él?
—¿El sistema Morse?
—Bueno. No precisamente. Tengo otro mejor, pero parecido. Yo le tipeo en el brazo y usted traduce a lo que quiera. Por ejemplo a esto que habla. Después no hay problemas. ¿Cazó la idea?
Al día siguiente, en el consultorio, ahí estaba el robot cámara tomándolo al Director con la boca abierta por los fórceps y a Ildefonsa tratando de traducir. Ella decía, entonces, algo y los demás participantes entendían. Y, mientras, el odontólogo operaba los maxilares del Director. A veces ella decía
—¡Ay, por la madre del odontólogo acá presente, cómo duele! —y todos entendían que no había dicho eso exactamente, pero comprendían la traducción educada. Todos, menos el odontólogo, claro.
Así transcurrieron las primeras dos horas. El brazo de Ildefonsa estaba entumecido de tanto recibir mensajes. Mientras, el odontólogo iba tratando de evitar que se notara la sonrisa inevitable de quien sabe que se termina la tarea. Ildefonsa también se ponía contenta, los brazos del Director tenían aferrado su brazo de manera muy contundente como para ser placentero. De pronto, el Director empezó a decir con la mano cosas incoherentes que ella no se atrevió a traducir, pero la inquietud de los panelistas era evidente pues el cuerpo del Director comenzó a tener estertores violentos. En uno de esos, sus brazos quedaron trabados con los de Ildefonsa y no podían separarlos ni los asistentes del odontólogo, quien tampoco salió indemne, pues la boca del Director, venciendo los fórceps, se cerró sobre la mano del profesional. La escena era una locura de dolor y sangre. Uno de los panelistas se animó a decir que no entendía nada de lo que decían y mucho menos si los gritos de la traductora eran sus propios gritos o si traducía lo que gritaba el Director. El comentario causó mucha gracia entre los presentes.
Se dice que Ildefonsa debió matar al Director para poder salir de la llave, que el odontólogo fue responsable del incidente pues su risa causó pánico en el Director y que el panelista moorkiano se quedó con la compañía.
Cosas de los negocios y esos oficios extraños.
Sobre el autor: Héctor Ranea
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