Sí. Me tenté y me los traje de Europa: un par de cuervos de Siberia. Compré los huevos en una ciudad cerca de Londres, no me pregunten nada más. Podría ser Saint Albans, pero no estoy seguro, me llevaron tabicado. Elegí dos huevos: uno de macho y otro de hembra. Los traje disimulados en, claro, no me van a creer. Sí. Ahí. Cuando nacieron se hicieron amigos y al llegar a la adultez, claro, tuvieron sus encuentros.
Para la gente son horribles. Yo los amo, por eso no
dejo que los vean, aunque a veces se me escapan y los ven. Ellos aman a
la gente, esperan que les den algo de comida y ejecutan sus piruetas.
Son realmente buenos en eso: malabarismo.
¿Que cómo hacen
malabarismos los cuervos? Fácil. Vuelan a la altura de una tapia con una
pelota de ping pong en las garras, la dejan caer zambulléndose en el
acto, la alcanzan, la cabecean hacia arriba y vuelta a empezar. Y si se
equivoca uno, ahí está la otra corrigiendo. Son asombrosos. Pero eso a
la gente la asusta.
Y ahí están, con sus ojos como preguntando eternamente.
Claro,
a los jotes y caranchos del barrio no les caen simpáticos porque,
aunque comen sólo partes muertas o vegetales y pan, ellos los ven como
competidores. De hecho, Carbunclo es del tamaño de un carancho ya y
Azabache parece más una gallina negra que un cuervo. Para los jotes el
color negro es señal de venganza y estos se salvan porque tienen algunas
plumas canas a pesar de su juventud.
Es llamativa la pluma sobre
la nariz de Azabache: roja. Nunca supe que pudieran tener plumas rojas
y, aparentemente, en ninguna parte del mundo se reportan cuervos así.
Puede ser que el método para determinar el sexo en el huevo haya tenido
alguna consecuencia.
Yo espero que antes de tener alguna
experiencia traumática con los otros animales, puedan tener su cría.
Anhelo verlos criar cuervos.
Son brillantes, de color y de
inteligencia. Pero la gran contra es que no saben cómo tratar a las
rapaces de esta zona. Son como niños en medio de un circo, solos y sin
padres. Pasará el tiempo.
Han tenido sus huevos. Los puso Azabache
en casa. Con la misma cara de pregunta que siempre tiene. Por suerte,
no se enfermó, pero el instinto de alimentarlos lo ha llevado a
Carbunclo al límite de lo imposible, a pesar de que le he dejado comida
en los lugares habituales. Azabache usó ese alimento para las crías,
pero él sintió que cazar era necesario y se fue una mañana. Regresó con
señales de haberse trabado en combate. Por suerte, nada grave. Pero le
sirvió de lección y no ha vuelto a salir tan lejos. Ahora sabe que en el
lugar donde hay alimento para él, también está el alimento para sus
pichones. Increíble cómo aprendieron los dos y cómo le enseñan a los
pichones. Pero, evidentemente, tienen miedo de salir con ellos.
Uno
de los pichones, el primer macho en cascar el huevo, Grafito, tiene
plumas rojas en el cuello. Pocas. Se notan sólo mirándolas de cerca,
cosa que no podría hacer nadie más que su madre o yo. Todo el resto del
mundo está fuera del alcance pues, aunque ya ha tratado de sacarme los
ojos, soy la única persona que puede acercársele sin daño.
Les
cuento que los pichones son cuatro. Bueno, eran cuatro. Dos murieron a
los pocos días. Eran muy débiles. Azabache los quiso revivir, pero al
ver que no podía, los dió, como primera comida no regurgitada, a los
otros dos. Carbonilla y Grafito. Vuelan poco, dentro de casa. Me
voltearon dos cuadros y un par de copas. Las copas de la tía. Se cuelgan
de la lámpara y me robaron varias fotos. No sé dónde las han dejado.
Ahora
no sé qué hacer con ellos dos. Porque cuando maduren ¿qué futuro
tienen? De quedar preñada Carbonilla sería de su padre o de su hermano.
Eso es malo. Un cuervo de incesto es un objeto de brujería, casi. Pero
llegué tarde. Carbonilla, antes de que pudiera yo hacer nada, tuvo su
primer huevo, único, raro, negro. Nació Flaxen, un cuervo dorado zarco.
Hembra.
Yo sabía que esto podía pasar. Ahora tengo cinco cuervos,
uno que parece un faisán, dos con toques bermellón. Todos croan como si
fueran campanas.
La miro a Flaxen, y sé que sus ojos me recuerdan a
alguien. Un ojo marrón castaña, el otro azul claro. Es la única que me
mira sin preguntar. Afirma, exige.
Mientras, a Carbunclo ya no lo
joden los otros pájaros. Sólo se atreven a venir al jardín algunas
cotorras a comerse los higos y las ciruelas amarillas. Pero los
caranchos no aparecieron más, a pesar de que con los pichones hubieran
podido hacerse un festín. Ahora son todos cuervos maduros, que siguen
teniendo cuervos en casa. Ya no me quedan copas de la tía. Pero estoy
contento porque el croar de los cuervos me hace recordar cosas que ni
siquiera sabía que recordaba.
Miro las fotos del viaje a
Inglaterra. ¿Qué será de las fotos cuando me muera? ¿Qué será de mis
cuervos cuando muera? Tengo que dejarlos salir y pronto deberé empezar a
abrir las ventanas. Son longevos los cuervos negros, pero los
multicolores no lo sé aún. Han muerto algunos rojos, demasiado pronto.
El cuervo dorado parece esperar siempre algo, me mira y me desespera
cuando me mira porque sé que me pide algo, pero no sé qué darle.
Un
día comprendí lo que quería. Sé que puedo dejarlos ir tranquilos. Es
una verdadera jefa. Me mostró una foto, la eligió de unas que habían
tirado los cuervos de la tercer o cuarta camada. Era un olivo solitario
en un campo de amapolas con el cielo terso y el aire transparente.
Flaxen quería silencio.
Los dejé volar tranquilo. Flaxen vuelve,
cada tanto. Con su ojo marrón me agradece, con el celeste, como siempre,
me demuestra su tristeza. Ambos exigen, no sé qué, todavía.
El autor: Héctor Ranea
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