sábado, 27 de julio de 2013

La siesta – Héctor Ranea


—¡Sh, no joda, por favor! Estamos siesteando.
—¿Cómo quiere que no joda? ¿Qué hacen tantas cigüeñas por acá?
—Ahorita mismo, durmiendo la siesta. Por lo demás, lo que todos los años. Pasa que usted debería prestar más atención un poco más cuando viaja.
—¡No me va a decir que vienen acá todos los años y yo no las veía!
—Usted no mira, menos va a ver. Eso de que lo esencial es invisible a los ojos, tampoco me lo compro, créame.
—No quiero discutir nada. Estoy maravillado. Soy naturalista; estoy emocionado. ¡Y tantas que hay!
—Es una estrategia.
—Y… en tantos kilómetros para recorrer, siempre alguna se pierde.
—¿Kilómetros? Señor mío, me parece que nuestro atavío lo confunde.
—Son cigüeñas de África, no pueden ser más que unos miles de kilómetros de travesía. Es cierto que es enorme la distancia, pero la Naturaleza nos tiene acostumbrados a estas maravillas. Máxime con las tareas que ustedes cumplen.
—Si se refiere a repartir recién nacidos, mire que es una deformación de la realidad, me temo.
—¿En qué sentido?
—Nosotros nos encargamos de repartir nuestros recién nacidos. Recién sacados de la clonadora. ¿Me entiende?
—Me temo que no.
—Tenga en cuenta que nuestro viaje es de varios miles de pársecs. Por eso la siesta.
—¿Pársecs? ¿Tres años luz y un tercio, casi? ¿Qué le pasa, cigüeña, usted está loca?
—No. Ni le tomo el pelo, le adelanto. Pensé que nos había reconocido, porque hay entre ustedes varios de nosotros metamorfoseados como humanos.
El bípedo plumado hizo una pausa. Se aclaró la garganta y continuó:
—Muy a mi pesar, le comunico que vamos a tener que eliminarlo. Digamos que no fue su día de suerte. Le ofrezco clonarlo sin memoria de este evento, está entre las ofertas de colocación un puesto de profesor universitario con estadía en Ámsterdam, un cargo de músico andariego con base en Bucarest o vendedor de prendas femeninas por algunas localidades de Moravia.
—¡No, no quiero morir!
—Lo siento. No hay opción. De pronto, de naturalista usted pasa a ser un riesgo planetario.
—¡No tenía idea, discúlpenme ante sus superiores! ¡Díganles no tengo idea de esas lenguas!
—Lo siento, no es nada personal, chabón. Chau, pibe.
La cigüeña mató al humano pero conservó sus gónadas para la clonación prometida, aunque no entendía para qué tanta puntillosidad con esas copias si, al final, los humanos son todos iguales.

El autor: Héctor Ranea

2 comentarios:

Unknown dijo...

Muy bueno Ogui! Lo voy a compartir en el grupo de alumnos. Hay varixs fanaticxs de la ciencia ficción que seguramente lo sabrán apreciar más que yo, que soy de literaturas más terrenales.

Ogui dijo...

Gracias, Unknown!