domingo, 30 de junio de 2013

Mi agua - Anahí González


Hoy descubrí un mecanismo de mi mente que escribo para no olvidar, para que nunca más me encuentre desprevenida y así poder manipularlo a gusto y piacere, en cualquier momento que sea que me asalte, o que lo intente.
Desde hace bastante tiempo se me dio por pensar que no sé lo que quiero. Se me dio por buscar, cual perro obstinado y hambriento, el hueso que supongo alguna vez enterré en cierta tierra fértil de mi espíritu y que se llama esencia. Debo haberlo escondido muy bien entonces, porque no se deja ver, oler y menos tocar.
¿Quién soy? ¿Para qué estoy acá? ¿Cuál es mi camino? ¿Quién deseo ser? ¿Qué destino quiero forjarme si es que puedo escribir las hojas de cada día de mi existencia hasta que el libro se agote?
Ahora sé que el hueso siempre estuvo delante de mi nariz.
Una situación que puede parecer de lo más trivial me develó el misterio que encierra el control remoto de mi cerebro. Es un aparato que funciona en automático, pero que, conociendo sus tretas, podría intentar accionar a mi antojo. Play. Ahora stop. Pause, apreté pause. Ya me vas a obedecer.
Desde hace un tiempo me cuesta leer. No por pereza ni falta de entusiasmo, las palabras han sido siempre una tabla de salvación en medio de incontables tsunamis devastadores.
Me cuesta leer porque me da placer. Pause. Rewing. Me cuesta leer porque me da placer. ¿A qué clase de bicho le cuesta proporcionarse placer? A mí. Freno el goce en tanto y en cuanto osa asomar el esmalte de la delicada uña de su pie en punta de bailarina clásica.
Si en pleno invierno, recostada en el sillón de tres cuerpos del living de mi casa, con sahumerio de limón, té con leche con miel, frazada, llego a la mejor parte de un libro —situación que es para mí una de las caras auténticas de la felicidad— el éxtasis no puede durar más que un breve instante, el que tarda mi cabeza en hacerme jaque mate.
Cuando estoy llegando al núcleo proporcionador de orgasmos intelectuales, como puede ser el capítulo 32 de Rayuela, cierro el libro y me dispongo a hacer las cosas más estúpidas que haría el más estúpido de los hombres si le pidieran que hiciera las diez cosas más estúpidas que se le ocurrieran.
Y lo peor es que cumplo con el ritual autoimpuesto como si de ello dependiera la salvación de todas las fuentes de agua dulce del planeta o la paz de las naciones de todos los continentes conocidos y por conocer.
Confecciono listas de estupideces. A saber. Se me ocurre que mis repasadores están bastante gastados. Pienso que tengo que renovarlos. Un pensamiento de esa magnitud no debería ocupar en mi mente más tiempo que el que dura la frase “Tengo que renovarlo”. Pero no. ¡Soy infectamente capaz de creer que NECESITO recopilar todos los repasadores de la casa para saber cuántos merecerían ser renovados!
Así me hundo en infructuosas búsquedas —que me demandan el doble del tiempo que me hubiera llevado leer el capítulo 32 varias veces y de derecha a izquierda— y que me dejan, justamente, hecha un trapo sin ganas de nada más que de tirarme al sillón a lamentar mi cansancio.
Busco por horas en cajones en desuso, reviso los cestos donde se apila la ropa para lavar, abro y cierro el horno varias veces, miro debajo de las camas, desguazo los roperos de todas las habitaciones, le echo un vistazo a la ropa de la estación contraria, prendas que se me caen encima ni bien abro puertas a las que nunca llego sin subirme a una silla.
Al finalizar la tarea, en realidad, nada finaliza excepto mi inquietud de continuar leyendo. Jamás voy a saber cuántos repasadores tengo porque me importa un pito saberlo. Es más, me importa menos que un pito; los pitos me han importado más de lo que quisiera y en más oportunidades de las que quisiera.
Así opera mi mente. En cuanto ve que la felicidad o el placer, que se le parece bastante, están por asomarse al lago calmo de mis horas idénticas, activa un resorte que me dispara a millas de ahí. Es como si creyera que tanta belleza fuera demasiado para mí. “Tenés que…” lo que sea. Hacer compras, contar las baldosas que faltan en la vereda, sacarle los pulgones al rosal, hacer un llamado postergado que tal vez vuelva a retrasar por alguna otra actividad infértil.
Basta, mente podrida. Te agarré de las pestañas. No voy a tirar mucho, pero sí lo suficiente como para que no cierres los ojos. Te voy a mirar de frente para fumigar con mi insolencia tu mala entraña.
Desde hoy estamos en guerra. Voy a leer cuanto se me cante, voy a viajar a los países que quiera, como quiera, con quien quiera. Voy a inventarme un nombre que no conozcas para burlar tus prácticas. Me voy a reír de vos.
Y en mi mochila no voy a guardarte ni un chicle. Todos los bazooka de banana para mí. Te voy a dedicar los globos, eso sí. Globos bien grandes que voy a explotar de cara al cielo mientras pienso en Oliverio, en Neruda, en el toco tu boca. Llegó la hora de temblar como la luna del último verso del capítulo 7. En el agua. Mi agua.


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