—Aquí tiene, mi princesa.
Ella extiende la mano y aguarda. Cuando palpa la suavidad del vestidito y de las alas que tiene en la espalda, responde.
—Gracias, señor Quasimodo. Esta hadita azul es una de las más bonitas que me ha traído. Vino del cielo ¿verdad?
—Sí, desde cielos lejanos, montada sobre una golondrina.
Después de sonreírle, Esmeralda se aleja del brazo de la chica que la acompaña hasta el puesto de muñequitas de porcelana fría que Quasimodo tiene en la feria artesanal que se inauguró hace un año en la plaza del barrio. Desde aquel lejano día, pasa cada domingo a buscar un hada. Juntos le inventan un color, le ponen un nombre, le entonan canciones de cuna y vaya uno a saber cuántas otras cosas. No se ausenta ni aunque llueva o el frío se haga sentir.
Hoy Esmeralda no vino y ahora que el sol se pone y hay que levantar los puestos, Quasimodo se resiste a partir. Ya llegará, se esperanza, pero con la noche cae también la ilusión de volver a oír esa voz cantarina capaz de transformarlo por un instante en el príncipe que la llevará a palacio en su brioso corcel.
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Fernando Puga
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