En las semanas posteriores, aparecieron otros maletines idénticos: piel marrón oscuro, cierres plateados, tamaño superior a un DIN-A 4. Maletines que ejercieron en sus dueños el mismo efecto transformador que en el señor Ros, de manera que cada trabajador parecía el doble de otro. La multiplicación de este complemento llegó a tal extremo que los propietarios de la empresa tuvieron que crear un decálogo de normas para acotar quién tenía derecho a portar este elemento y quién no.
Samuel, uno de los auxiliares administrativos, leía con interés las reglas. A su favor tenía el ser hombre, uno de los requisitos y quedarle un año para alcanzar los treinta, la edad mínima necesaria. En contra tenía el resto de requerimientos, incluyendo la enorme cantidad que debería desembolsar en el momento de la compra del artículo y la obligación de ceder el dinero del plan de jubilación a favor de la empresa. Pero eran incovenientes que estaba dispuesto a superar. Quería, necesitaba, deseaba, ansiaba un maletín.
Durante el año que le restaba para la treintena, Samuel ahorró céntimo a céntimo, privándose de cualquier capricho y a veces de necesidades fundamentales. Transformó su apariencia física, perdiendo en el proceso su flequillo, gran parte de la vista para acostumbrarse a llevar gafas, la pequeña mochila negra que usaba para transportar sus cosas, la totalidad de sus prendas de vestir, la impresión de juventud en el rostro al someterse a un proceso de envejecimiento cutáneo y la colección de calzado deportivo. Engordó tres tallas y se dejó crecer un lustroso y necesario mostacho. Para el día de su cumpleaños había logrado cumplir todas y cada una de las normas.
Esa mañana se levantó con una sensación de euforia. Llegó a la oficina antes de la hora, con la solicitud de compra ya firmada, sellada y validada y el resguardo del ingreso a cuenta y el de la renuncia al plan de pensiones. El encargado del Departamento de Maletines le hizo entrega del preciado objeto con aspavientos y parabienes. Samuel se paseó por varias plantas con paso seguro, balanceando su trofeo, levantando nuevas felicitaciones entre sus compañeros. Samuel sonreía y le restaba importancia al asunto.
—Mi enhorabuena. —La voz del señor Ros se unió a las del resto.
Samuel no pudo responder, el sonido se le quebró en la garganta. El silencio inundó a los presentes
—Bueno, nos vemos —se despidió un Edgard Ros barbilampiño, delgado, rejuvenecido, vestido con vaqueros, cuyo pelo caía en greñas sobre una pequeña mochila negra.
Una mezcla de admiración y envidia barrió el edificio. Esa mochila era la encarnación del triunfo.
Acerca de la autora: Vanessa Navarro Reverte
8 comentarios:
Gracias por publicar el relato. Un cordial saludo.
Vanessa.
Como todo lo que leo de Vanessa ¨FANTASTICO¨ Es ingeniosa y en tan poco espacio literario te presenta una historia y además con moraleja. Saludos
Isaboa, me alegro de que te haya gustado. Gracias por tus generosas palabras, eres un sol. Un saludo.
Un muy buen relato, con un aire a Kafka y un aroma final cortazariano encantador. Enhorabuena a su autora.
este ya lo habíamos leído en prosos, y la verdad me gusto tanto, que te dije, que es un homenaje a los grandes, ahora te digo, que me recordó a horacio quiroga, ya ves, como si me gusta...
Gracias, Antonio y Mario. Vais a hacer que me sonroje con esos piropos.Me alegro de que os haya gustado.
Un cordial saludo.
El exitismo que nos convoca día tras día en esta sociedad que hemos sabido (no sabido) crear, en una original clave de maletines y mochilas. Muy bueno, Vanessa.
Un abrazo,
Esther
Gracias por tus palabras, Esther, las aprecio mucho.
Un fuerte abrazo.
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