domingo, 17 de febrero de 2013

Silencio Sordo - Virginia Cortés


Se levantó de la cama con más ganas de llorar que de prenderse un cigarrillo... Sin embargo llorar no lloró y sí sacó un cigarrillo del paquete. Le temblaban las manos. Mientras se lo ponía entre los labios tanteó, aun medio dormida, buscando con las yemas la forma conocida del encendedor. Los dedos lo encontraron, lo llevó hasta el cigarrillo y lo encendió. Dio una pitada y luego, rápidamente otra. Tomó una bocanada de aire… pero no pudo tragar. El nudo en la garganta. Ah, el nudo… ese familiar insoportable, inmanejable, que se le instalaba en la garganta sin que ella pudiera hacer nada al respecto. Sin importar qué tratara de pasar por allí… Aire, helado, milanesas, planteos que iban a ser desoídos de todos modos. Nada pasaría por la barrera inexpugnable del nudo. Ella lo sabía bien. Era el principio del fin. No podría tragarse nada más… entonces hablaría… Pero para qué? El nudo era oráculo. Vaticinaba una pared del otro lado. Eso era, ni más ni menos. La certeza de saber que él no ignoraba lo cansada que ella estaba o lo mucho que le afectaba la creciente falta de atención e interés que él demostraba por ella en el último tiempo. El comprendía perfectamente lo que le pasaba a ella, pero no estaba dispuesto a hacer nada al respecto, por lo tanto, mejor no decir nada. Abrir la boca era una invitación a la frustración. Proyectó en su mente la escena ya repetida y gastada, como un film muy viejo, con basura en la lente: Ella, la quejosa insoportable de siempre y él, aguantándola con toda su paciente indiferencia. Ella sintiéndose culpable por necesitar lo que no se le podía brindar, por molestar con sus reclamos otra vez.

El la miró apagar el cigarrillo y marchar hacia la cocina. La oyó poner la pava al fuego, vaciar el mate con yerba del día anterior, enjuagarlo y cargarlo con yerba nueva. Ese iba a ser un mate amargo; no era para él. Ella no lo despertaría aun. Lo dejaría dormir hasta que él se levantara por motus propio. Jugaría la carta de la esposa amorosa que deja a su marido descansar cuanto su cuerpo le pide mientras ella trabaja, sacrificándose para el bien de ambos. El ya sabía lo caro que le iba a costar ese descanso, asi que decidió prolongarlo un poco más. Al principio se fingiría dormido y pronto esto se haría realidad. Ella no entendía que en el sueño él hallaba la única paz a la que tenía acceso. El único lugar en el que nadie esperaba nada de él. Nadie pedía nada, nadie necesitaba nada, él mismo no tenía sustancia, estaba hecho de ese residuo cerebral del que están hechos los sueños. Parecían oportunidades, ventanas a la evasión, al escape, a la negación de una realidad que le resultaba intolerable; pero apenas él las tomara ella lanzaría contra él toda su artillería de corazón roto. Tomaría cada acto suyo, cada falta, cada escombro de su hombría para lacerarse, y se desangraría frente a él. El sabía que en la realidad estaba hecho de lo mismo que en los sueños. No era un hombre, ni una persona de ningún género… era un fantasma, un recuerdo sucio, percudido y mancillado del que había sido una vez, y sentía que ella se alimentaba de esto. Ella necesitaba que él fuera este desastre, este mal amor, este inútil a su lado, a su sombra, el que se nutre de su mujer y le exige más de lo que nadie exigiría por nada a cambio. Ni el reconocimiento de su esfuerzo sobrehumano. Porque en ese reconocimiento de lo que ella da se engendra otro reconocimiento más oscuro y doloroso: el de la propia vacuidad, el de la propia miseria. Ella se lo enrostraba de ese modo ladino y cruel. Ella se inmolaba frente a él con las piedras de sus errores.

Se miraron en silencio, como midiendo al enemigo, como amándose, como sin querer dejar de elegirse, como sin poder seguir eligiéndose. El avanzó hacia la mesa, se sentó a su lado y se cebó un mate. Estaba frio desde hacía un par de horas. Ella comenzó a levantarse para hacer mate nuevo pero él le retuvo la mano, frenó su brazo sólo un poco y permitió que la inercia le llevara su cuerpo hacia el de él; entonces la abrazó. Se besaron. Un beso largo, después otro, y otro, una tregua que imponen a veces los cuerpos. Sin la mente, la percepción de tiempo, de realidad, de consecuencia, de culpa, de falta, de reclamo… todo desaparece. El cuerpo pide con una franqueza clara y se brinda de igual modo. El deseo no admite estoicismo. La pasión no responde si no recibe lo que quiere. No calcula, no conoce la paciencia, no le importa el después, no oye ni hace promesas. En ese paréntesis ambos podían hablar el mismo idioma y eran idénticos. Tenían lo que el otro quería y no les servía a ninguno de los dos retenerlo. En el sexo lo que cada uno tiene sólo le sirve cuando lo da. Respiraban el mismo aliento y se les desbocaba el corazón. Ahora se veían desnudos en todos los sentidos posibles. Frágiles, vulnerables, con la misma necesidad, cada uno en las manos del otro y ambos conscientes de ello. Y en ese arrebato de violencia dulce, de urgencia enorme, de placer incontrolable y de ternura infinita se vieron por un instante como cuando se habían enamorado. El la vio delicada, hermosa, vibrante y ella lo vio fuerte, cálido y protector. Aunque luego permanecieron abrazados largo rato, jadeando aún, sonriendo de satisfacción, sintiendo que tal vez había una manera de prolongar ese bienestar, esa paz, al resto de las áreas de su vida juntos. Tal vez podrían resolver cómo encontrarse asi, desnudos, desarmados y sin escudos fuera de la cama. Aunque el lenguaje de la mente no sea el mismo que el de los cuerpos…


Acerca de la autora: Virginia Cortés

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