sábado, 17 de noviembre de 2012

Emigrantes al planeta Azul - José Enrique Serrano Expósito


Salvador y Ana estaban en la lista de los numerosísimos jóvenes que se presentaron como voluntarios para emigrar al planeta Azul. El plan era que viajasen juntas dos naves hacia ese remoto confín de la galaxia, las dos naves terrícolas de última tecnología ––Pegaso y José–– llegasen a Azul al mismo tiempo, y una se quedara ––nave José––, y la otra regresara ––nave Pegaso–– con un nuevo cargamento de tulipauras ––unas plantas medicinales cuyos grandes pétalos eran la única medicina capaz de curar la Nueva Lepra que asolaba a la mitad de los habitantes del planeta Tierra.
––¡Salvador!, algo me dice que iremos a ese lindo planeta.
––¿Estás segura, Ana? Todavía estamos a tiempo de borrarnos; sabes que es una decisión que cambiará nuestras vidas para siempre. Y nuestras familias…
––Tomamos una decisión. No vamos a echarnos atrás, ¿verdad, querido?
––No. ¿Qué importa dónde estemos? Lo importante es que permanezcamos juntos.
Nave José estaba casi a punto. En cuestión de una semana aproximadamente efectuaría el viaje de prueba a la cercana estrella alfa de la constelación Centauro. Un día o dos más tarde, si todo marchaba bien, emprendería su primer viaje interestelar con nave Pegaso, esta vez comandada por Régulo, los demás cautivos liberados que habían pertenecido a la primera tripulación de nave Pegaso y catorce de los jóvenes seleccionados. Nave José iría comandada por Rafael ––el insigne inventor de ese tipo de naves, capaces de viajar a la inmensa velocidad de 371 años-luz/24 horas–– y otros veinticuatro tripulantes: el resto de los seleccionados. A esa velocidad, las naves eran capaces de recorrer la inimaginable distancia al planeta Azul, unos 28.153 años-luz, en poco más de 75 días ––28.153 años-luz / 371 años-luz/día = 75,88 días––. El bello planeta se encuentra en las afueras de un pequeño universo-isla, el cúmulo globular M80, que tiene alrededor de 200.000 estrellas.
Régulo, sus compañeros y esos treinta y ocho jóvenes eran verdaderos emigrantes a Azul, pues iban para quedarse, en principio durante el resto de sus vidas. También nave José permanecería en Azul, pues constituía la segunda parte del pago acordado entre el Rey de ese planeta, Arturo, y las autoridades de la poderosa empresa privada Hangar Córdoba, sita en las afueras de Córdoba, la urbe más grande e importante de la Tierra en aquellos tiempos.
En el anterior viaje de aprovisionamiento de tulipauras, la primera parte del pago fue enviada a Azul: un robot de última generación que el Comandante Rafael había denominado robot José. Se acercaba el momento de efectuar el segundo pago en especie.
Conforme a las bases de la convocatoria publicitada en su día por el Consejo Rector de la gran empresa aeroespacial Hangar Córdoba, los aspirantes eran todos chicos y chicas, casados o novios, especialistas sobresalientes en al menos una de las materias de una lista de ciencias y técnicas. Fueron reconocidos por el equipo médico de Hangar Córdoba para asegurarse de que estaban perfectamente sanos de mente y cuerpo, y de que podían tener hijos ––querían cuantos más terrícolas mejor viviendo en Azul.
Salvador y Ana formaban un matrimonio joven, como jóvenes eran todos los inscritos. Experimentados rehabilitadores osteópatas, practicaban Taekwondo y Capoeira desde hacía bastantes años, y muy bien. Los terrícolas sabían que existía solo un maestro de Artes Marciales en el planeta Azul, Fénix... Por lo tanto vendrían bien dos profesores de otras dos disciplinas marciales que impartieran clases junto a la ruinosa Colina Verde, como continuaba haciendo el maestro Fénix… Esto último podría ser el detalle definitivo a la hora de inclinar la balanza a favor de ese simpático matrimonio entre tantísimos aspirantes de todo el planeta Tierra, a pesar de que en la lista de ciencias y técnicas no se incluyeron Artes Marciales.
Por fin llegó el gran día. Una audiencia inmensa en internet seguía en directo el acto en que se harían públicos los nombres de los seleccionados, sus conocimientos y habilidades... Salvador y Ana brincaron de alegría cuando mencionaron sus nombres a mitad de lista. Casi se les cayó al suelo el ordenador de bolsillo conectado a internet, pues el alboroto entre los familiares y amigos que abarrotaban la sala de estar de su casa fue considerable. La madre de Ana y la de Salvador se abrazaron, llorando de alegría y pena al mismo tiempo:
––¡Ay, Ana!, no volverás a ver a tu hija.
––¡Ay, María!, no volverás a ver a tu hijo.
Sus maridos las abrazaron, llorando también; aunque en el fondo estaban contentos, pues sus hijos eran ahora más felices. La inmensa distancia impedía las comunicaciones con el planeta Azul… Solo sus corazones estarían unidos para siempre.

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