martes, 4 de septiembre de 2012

Nirvana involuntario — Christian Lisboa


Iba al trote, casi corriendo, por el campo. Había llegado a olvidar el peso de la mochila, aunque no podía superar la velocidad de ciento cincuenta metros por minuto. Lamentó haber dormido diez minutos más. No llegaría a tiempo a menos que usara uno de los capullos.
Detestaba los capullos. Esparcidos a la vera de los caminos con intervalos de quinientos metros (aunque esa distancia se acortaba cada año), eran una maravilla de la tecnología copiada a los elim. A primera vista, su apariencia era la de botones de rosa gigantes que nacían directamente desde el suelo y llegaban a los dos metros de altura. Aunque su uso formaba parte del entrenamiento, pues muchas misiones serían imposibles de cumplir sin pasar por ellos, él los evitaba en lo posible, levantándose temprano, quitándole tiempo a sus colaciones y hasta durmiendo menos de lo necesario para correr como un atleta y llegar a la hora. Recordaba con disgusto, casi con asco, la primera vez que entró en uno de ellos. Uno de sus compañeros reía cuando le dijo: “Te sentirás dentro del útero materno”. Se había acercado lentamente mientras los suaves pétalos hechos de metal flexible recubiertos de teflón (eso es lo que se decía en el manual) se separaban dejando el espacio justo para que él entrase. Dentro, se sintió asfixiado por unos segundos mientras los pétalos se cerraban. Un leve murmullo o zumbido le recordó el canto de una mujer arrullando a su bebé, escuchado la última vez que había estado en un hospital. Oyó además un sonido pulsante como un latido, quizá el retumbar de su propio corazón. Una suave luz difusa le permitió ver las tres teclas que eran como protuberancias vegetales. Debía presionar sólo la primera, una vez. Esa era para las unidades. La segunda, para las decenas. La tercera no debía ser usada jamás. Obediente, apretó la primera. Inmediatamente entró en un sopor desagradable, sintió todos sus músculos laxos como ocurre después de hacer mucho ejercicio, luego los pétalos comenzaron a abrirse. Miró desconcertado a su alrededor, pues el paisaje había cambiado. Su jefe le estaba esperando y le dio la mano. “¿Cómo se siente?” —le había dicho—. “Extraño. Como recién levantado” —dijo él. “Siempre es así la primera vez. Un poco desagradable. Pero se acostumbrará. Bienvenido a Fase Dos”. En ese tiempo (ocho años antes) los capullos estaban separados cada cinco kilómetros. Esa fue la distancia que recorrió al desmaterializarse y volver a aparecer en el siguiente, en menos de cinco segundos. Pero nunca pudo superar la terrible sensación de ser absorbido por la matriz metálica-vegetal.
Quedaban diez minutos. Calculó que le faltaban unos tres kilómetros. No llegaría. Se acercó con reticencia al siguiente capullo. Cuando estaba a sesenta centímetros de distancia, los pétalos comenzaron a abrirse. Recordó que no había informado su posición en el comunicador de pulsera. No había tiempo. Presionó la primera tecla seis veces y el sopor comenzó. Pasaron cinco segundos. La corola no se abría. Le faltaba el aire y no se dormía por completo, como en otras ocasiones. Un pensamiento tomaba forma dentro de su cerebro, una frase que él no había pronunciado resonaba en su mente: “Tu tiempo ha llegado”. (“¿Mi tiempo ha llegado? ¿Eso qué significa? ¿Por qué pienso algo tan absurdo?”)
La suave estructura del perianto le comunicaba algo. Algo iba mal, muy mal. No podía moverse, estaba atrapado entre sépalos y pétalos. Comprendió que bajo sus pies la flor continuaba hacia el subsuelo, hacia donde estaba siendo absorbido. En ese momento se produjo un intercambio de tal intensidad entre su cerebro y la máquina que le pareció ver toda su vida, hacia atrás y hacia delante, en pocos segundos. A pesar de la completa oscuridad, podía ver paisajes conocidos pero con detalles incomprensibles. El gran salar del desierto de Atacama, donde había ejecutado varios trabajos, apareció ante su mirada interior sin la maquinaria de extracción de minerales. Valles que identificó como parte de la campiña europea, sabanas africanas, selvas amazónicas, hielos polares. La constante era la absoluta ausencia de humanos y animales. Un sol demasiado grande, demasiado rojo.
Comprendió en un instante que los capullos no eran máquinas cedidas gentilmente por los elim a los habitantes de la tierra, los capullos se habían desarrollado durante miles de años hasta llegar a su perfección tecnológica. Comprendió que su cuerpo quedaría como un cascarón vacío, listo para ser reciclado, mientras él pasaría a formar parte de una gigantesca inteligencia universal que necesitaba cada vez más neuronas activas y pensamientos creativos. Comprendió lo que aparecía en los libros sagrados de todos los pueblos de la tierra con alusiones a la iluminación y al nirvana. Comprendió que estaba siendo abducido para siempre.

Acerca del autor:
Christian Lisboa

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