jueves, 6 de septiembre de 2012

La siesta - Mónica Ortelli


¡Basta de vaguear! ¡Y esta vez, me hacés caso! Te acostás o te ponés a leer, a jugar, lo que quieras. Menos patear contra la pared de Betti ¿me oíste? Que después me la tengo que aguantar yo. ¡¿Está clarito, no?!

Los gritos le arrebataron la cara más que el calor de la una de la tarde. Piensa en sus amigos que lo esperan bajo los tamariscos de las vías del tren, y gimotea, y rezonga. Me aburro, repite mientras camina el patio de punta a punta refregándose las manos en el pantalón. Tigre con ganas de llorar. Se para en la hamaca de su hermana, el ruido de las cadenas le hace mal a los dientes; nadie las aceita hace tiempo. Salta, corre, trepa el olmo, se asoma a la casa de Luis. El encalado de las paredes lo encandila; tiembla el aire por encima de la huerta regada en la mañana. Las cortinas están corridas, la puerta de la cocina, cerrada: duermen; hasta el perro bajo la pileta del lavadero. La bici de Luis no está. Frunce la cara: él también se va, no le importa nada. Presuroso, arrima su bici al portón y va por la llave. Le cuesta la penumbra de la cocina, pero no hay ninguna llave ahí. De puntitas llega a la pieza de su madre; ahí están ella y su hermanita en la cama grande, y el llavero sobre la mesita de luz. Las mira dormir unos instantes y, finalmente, cabizbajo, regresa al patio, al sol a plomo en la tierra reseca y las baldosas amarillas. Mira por la ventanita de la entrada hacia la calle: el pavimento hierve. A lo largo del cordón, una línea brillante de brea le recuerda la cinta de la máquina de escribir de su padre. Le vienen a la cabeza los carretes saltando por el aire, su madre arrancándolos con furia y tirándolos a la basura. Pero los basureros no se los llevaron y la cinta flameó enredada en los yuyos hasta que hicieron el cordón cuneta.
Algo tiene que pasar, piensa y vigila la esquina. En el techo del garaje de enfrente aparece un gato: olfatea, levanta la cola y mea la pared; después, salta al pilar de la luz, baja, cruza sin apuro. Odia los gatos; elije una piedra del lugar en donde antes guardaban el auto. El cascote vuela por encima de la pared y rebota cerca del animal que se espanta.
Nadie en su calle ni en la esquina. Se sienta al lado del portón contra la pared de Betti y se abraza las piernas; la frente le humedece las rodillas. La cabeza le ha quedado al sol y levanta las manos, juega con la luz hasta que le duelen los ojos. Desde el lado del puerto vienen nubes gordas: una es una tortuga, el caparazón como un globo blanco y la panza gris; pierde las patas rápidamente y se convierte en caracol. Escucha el chirriar de una bicicleta. Cada vez más cerca. Tal vez sea Luis que regresa a buscarlo. Se levanta de un salto y mira por la abertura, pero se movió demasiado rápido y se marea. La esquina se le va llenando de motas brillantes: por segundos oye como si tuviera la cabeza metida dentro de un balde. Aprieta los párpados, los abre: no es Luis, sino un viejo que no conoce, y lo putea. También ha visto al camión grande que viene. El viejo pedalea lento, como cansado; le falta poco para terminar de cruzar la bocacalle cuando el camión comienza a doblar con una maniobra amplia, como si el chofer hubiese estado distraído y reaccionara tarde. Él queda hipnotizado porque adivina la trayectoria del acoplado, mientras la bicicleta desaparece de su vista. Entonces, pasa: el acoplado se desplaza por donde segundos antes iba el ciclista, las ruedas del costado suben y bajan el cordón de la esquina y la carga cubierta con lonas que se bambolea. Al crujido metálico lo oye cuando el acoplado ha desaparecido también; después, una frenada larga, demorada y un silencio que lo deja sin respiración hasta que empiezan los gritos. Corre a su pieza, se acurruca en la cama y se tapa los oídos. Respira rápido en la oscuridad -los ojos fijos-, recuerda a su padre, el único que decía que él no es un chico malo realmente.

Mónica Ortelli

Tomado del blog Ni vara ni cuchillo

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