El terapeuta bioconductista Tirso Blavatsky, cincuenta y nueve años
de edad, y treinta y dos en el ejercicio de la profesión, encontró esta
nota en medio de la sala de espera de su consultorio. Estaba escrita con
tinta verde y pésima caligrafía. Reclamaba lo siguiente.
“Nosotras,
las plantas de su consultorio, exigimos ser retiradas de este nido de
padecimientos y desdichas. Usted sabe que en el último año trece
compañeras, entre fitonias, bromelias, potus y helechos, han muerto por
culpa de las emanaciones negativas de sus pacientes. Queremos poner fin a
las infecciosas fulerías de esos depresivos, psicópatas y obsesivos.
Sin embargo, como no se nos escapa que atender a estos enajenados es su
medio de vida y única fuente de ingresos, no le pedimos que deje la
psicología y se vaya a vivir a Samoa; nos limitamos a hacerle una
sencilla sugerencia: regálenos a la señorita Rosa Miraflores o al señor
Narciso Robles, neuróticos agradables y simpáticos que nos sabrán cuidar
y nos amarán tiernamente”.
Seguía una firma ilegible.
Acerca del autor:
Sergio Gaut vel Hartman
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