La vida apacible y serena de nuestra comunidad, se turbó el año pasado con la llegada al piso contiguo de unos nuevos inquilinos. Aunque se desconoce cómo y cuántos son. No salen de casa ni se les ve entrar nunca.
Desde
el primer día comenzamos a oír gritos, al principio apenas audibles
salvo cuando pegábamos la oreja en la pared. Poco a poco fueron
aumentando tanto en intensidad como en frecuencia. Y a la par, eran
numerosas las personas que llamaban a su timbre y entraban,
desconociendo por dónde salían del inmueble.
Eran
gritos de muy variada procedencia. De niños, mujeres, hombres,
ancianos, de miedo, de dolor, aullidos, alaridos, de tonos graves y
agudos, repentinos y prolongados, penetrantes y estridentes.
En
alguna ocasión hemos intentado mi mujer y yo que nos atendieran, mas no
hemos obtenido ningún resultado. Incluso también les hemos llamado con
todas nuestras fuerzas desde el rellano, desde el otro lado de la pared y
desde la calle. Pero nada.
Esta
tarde hemos probado una vez más y como no hemos tenido suerte, hartos de
esta situación, nos hemos decidido a derribar la puerta.
Una
vez atravesamos el umbral, de repente, se hace el silencio absoluto. De
puntillas nos asomamos a la cocina, no hay nadie; nos acercamos al
salón, lo mismo. Y al llegar a una de las habitaciones, con el corazón
encogido, descubrimos en el suelo numerosos cadáveres descuartizados y
unas estanterías llenas de frascos de cristal. En cada uno de ellos pone
un nombre, una edad y una profesión y al destaparlos son liberados
gritos y gritos.
Sonia, veinte,
camarera. Enrique, cuarenta y cinco, abogado. Rosario, sesenta,
enfermera. Francisco, treinta y… ¡uy! Se oyen pasos aproximándose desde
la entrada.
Tomado de microSeñales de Humo
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