Luis y sus compañeros disfrutaban del sol, del viento, del
bello paisaje, en la playa. Habían olvidado traer la crema protectora y fueron
a por ella, dejando a Luis solo, dormido.
Las gaviotas lo despertaron. Luis las miró allá arriba, a lo
lejos. Le pareció que le llamaba la arena. De uno de los guijarros salió un
diminuto ser, delgado y estirado, sus orejas puntiagudas cual palillos. Le
sonrió; sus ojos rezumaban sabiduría. El entrañable personajillo miró a las
gaviotas y profirió un grito agudo, penetrante… Ellas enfrentaron sus alas
contra el viento y permanecieron quietas en el aire, giradas todas hacia lo
profundo del mar. Fue entonces cuando gritaron con voz transfigurada:
—¡Tajamar, hija de Uinem!
Allá a lo lejos, emergió una gran bola de carne. La gran
ballena miraba hacia la playa; hizo brotar del surtidor en su espalda un
inmenso chorro que brilló a la luz del sol en mil destellos cristalinos
multicolores; una vez más; por tres veces vio Luis surgir el gran chorro de
agua marina.
Tajamar se sumergió de nuevo; las gaviotas continuaron su
vuelo y canto habituales.
Luis se giró hacia la arena para agradecer todo aquello al
simpático mago, pero ya no lo vio más. Conservó para siempre en su corazón el
detalle de Istarien el día de su santo.
Acerca del autor:
José Enrique Serrano Expósito
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José Enrique Serrano Expósito
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