Con cariño al maestro.
“¿Sabes qué son las
buhardillas? Son máquinas del tiempo”.
La señora Finch se puso su más bello
vestido artesanal, copia de un sari en seda sintética guardado
durante cincuenta años en el fondo del armario, desde los tiempos en
que participó del movimiento hippie. Suspiró al mirarse en el
espejo. No está mal para mis setenta y pico años, se dijo. Luego,
se dirigió al cuarto habilitado como estudio y entró sin golpear.
El señor Finch la miró sorprendido.
—¿Por qué entras sin
avisar? —le preguntó.
—Porque la situación lo amerita,
querido —respondió ella
sonriendo.
—¿Qué es tan importante? —dijo
él? Luego se la quedó mirando incrédulo y le preguntó—:
¿por qué vistes así?
—¿No te gusta? —dijo
ella sonriendo y dando una vuelta por la habitación.
—Es ridículo. Parece que fueras a
una fiesta de disfraces. Esas ropas se usaban hace medio siglo.
La señora Finch no le respondió, pero
un par de lágrimas asomaron a sus ojos cuando salía de la
habitación. Su esposo la miró y quiso disculparse, pero Cora ya
abría la puerta de calle. Sin darse vuelta a mirarle, ella dijo una
frase que quedó flotando en la sala con vibrantes ecos:
—¿Vienes? Esta es tu última
oportunidad.
El señor Finch caminó tras ella a
paso rápido, pero Cora parecía tener alas en los pies. Él nunca
imaginó que su esposa pudiera tener el estado físico para moverse
con esa agilidad. Tras varias cuadras a gran ritmo, con el corazón
acelerado y la respiración entrecortada, la vio a una cuadra de
distancia (su vestido de colores era inconfundible) cuando ingresaba
en la estación de ferrocarriles.
Mientras la buscaba entre el gentío,
el tren entró en la estación sin disminuir velocidad. El señor
Finch pensó que sería imposible que se detuviese, sin embargo, al
llegar frente al andén, la máquina frenó de golpe pero
silenciosamente, como lo hacen los elevadores modernos. Un
funcionario descendió y dijo en alta voz: “Pasajeros a Xanadú”.
Su uniforme impecable parecía sacado de una fotografía de cien años
atrás, en tono sepia. El señor Finch no se decidía a subir, hasta
que vio a su esposa ya encaramada en la escala metálica, haciéndole
señas. Trepó tras ella, pero no llegó a alcanzarla. La mujer
parecía una chiquilla avanzando entre la gente, casi corriendo,
pasando de un carro a otro. Las puertas se cerraron, el tren abandonó
la estación, y el señor Finch debió contentarse con ocupar
cualquier asiento y esperar a que el tren se detuviese para
encontrarse con su mujer.
En cuanto el ferrocarril se puso en
marcha todos los pasajeros se pegaron a las ventanas, pues en lugar
de los conocidos barrios pobres de los suburbios, atravesaban campos
cultivados, entre bosques y lagunas. El sol se asomaba entre las
nubes como al término de la lluvia. En pocos minutos y como por arte
de magia se habían alejado del caos de la ciudad, del smog y el
frío. Un agradable aire tibio entraba por las ventanas. A lo lejos
se divisaba un arco iris que aumentaba de tamaño, pues se acercaban
rápidamente a uno de sus extremos.
Después de un tiempo indefinido a
través de los paisajes más hermosos que hubiese visto, el señor
Finch se alegró de comprobar que llegaba al final del viaje. Todos
los viajeros comenzaron a prepararse para el descenso, sacando sus
equipajes de los estantes y acercándose ansiosos a las puertas. Un
letrero de madera con la palabra “XANADU” indicaba el nombre de
la estación. Guillermo Finch recordó que ese era el nombre de una
canción que interpretaba una famosa rubia cantante pop de los años
ochenta.
Bajó del vagón buscando a su esposa
entre la multitud y creyó verla entre un grupo de mujeres y niños
comiendo frutas en medio de una pérgola, pero al llegar allí ella
no estaba. Creyó distinguirla entre la gente que bailaba alrededor
de una banda de músicos, pero no era ella, o ya se había marchado.
La vio chapoteando en el lago, entre otros bañistas desnudos, pero
no la encontró al llegar a la orilla. Miró hacia el pequeño bosque
en el confín del parque y nuevamente creyó ver su figura grácil,
con el vestido que le traía recuerdos imprecisos. Mientras se
dirigía hacia allí, se sintió de pronto liviano y ágil, su mente
se aclaró y comenzó a recordar.
En primer lugar, se dio cuenta con
preocupación de que no había traído equipaje. No había preparado
este viaje, como parecían haberlo hecho la mayoría de los otros
pasajeros, cargados de bultos y maletas. Estaba vestido con ropa de
andar en casa, no tenía sus pantalones y zapatos y camisa apropiados
para ir de excursión. Tampoco su traje de baño (para qué iba a
traerlo, si al salir de casa el cielo estaba nublado, a punto de
llover, y hacía un frío que le obligó a cubrirse con una gruesa
chaqueta). Pero lo más importante, lo que causó que su caminar
fuese cada vez más lento, lo que humedeció sus ojos mientras se
repetía que quizá nunca volvería a la seguridad de su casa, el
recuerdo que se abría paso en su mente en busca de una explicación,
era de un año antes, o poco menos, pues entonces era primavera, al
menos había muchas flores en todas partes. Recordaba el funeral de
su querida Cora, y la promesa que le hizo de volver a verla.
Acerca del autor:
Christian Lisboa
Acerca del autor:
Christian Lisboa
No hay comentarios.:
Publicar un comentario