martes, 29 de mayo de 2012

El regreso de la estación espacial – Jorge Luis Borges & J. G. Ballard




El anodino paisaje que flanqueaba el camino nos produjo pocos sobresaltos, pero sirvió para reflexionar sobre nuestra vida previa. El viaje mismo olía a charla premeditada, en especial el tramo de Phoenix a San Francisco. A Mabel le fascinaba la idea de visitar el templo mormón; a mí la de rodar por las laderas de Zabriskie Point; habíamos planeado el viaje con ánimo de cumplir con ambas. En mis células cerebrales estaba escrito que haría el amor con ella en las colinas coloreadas que descubrimos en el inolvidable film de Antonioni.
Cien kilómetros más adelante encontramos un lugar donde estirar las piernas y comer algo. Mabel bajó al baño mientras yo cargaba combustible. Según dijo luego, el lugar estaba razonablemente limpio y sólo encontró algunos pedazos de papel de aluminio y un anillo roto de titanio. Lo usual.
En ese bar, tomando café con aspecto de sangre de utilería para una película de Ed Wood, conocimos a Leida. Mabel advirtió de inmediato que mis ojos recorrían el cuerpo de la muchacha, aunque con más nostalgia que deseo, mientras imaginaba un Zabriskie Point alternativo.
Ya listos para reanudar la marcha, Mabel propuso que Leida nos acompañara. Sorprendentemente, la muchacha aceptó. Las cosas se acomodaban en el lugar deseado por mí, como si la realidad fuera una proyección subjetiva de mis caprichos. Mientras conducía no podía evitar sentir que el paisaje estaba tan rojo y ardiente como yo.
Pero la armonía no tardó en experimentar su primera fisura: a un costado de la ruta, me pareció ver alguien conocido, aunque cuando miré por el espejo retrovisor había desaparecido.
—¿Vieron a alguien? —pregunté. Las mujeres dijeron que no. Pero no había sido una persona sino algo más, o tal vez menos. Botas, sombrero, poncho, barba tupida y el cuchillo reluciente... Pensé que lo había imaginado, aunque un presentimiento me acompañó a partir de ese momento, una confusa premonición de sucesos que ocurrirían durante las horas siguientes.
Increíblemente, empezó a llover. Serían las once cuando llegamos a un pueblo llamado Endcott —apenas un caserío y un almacén—, donde debíamos pasar la noche. Leida y Mabel estaban disgustadas, como si se hubieran olvidado de mí y pretendieran comenzar un ritual por su cuenta. Caminaron unos pasos, se detuvieron solemnes junto al cantero florido, Mabel se arrodilló, tanteó la tierra arenosa con dedos ágiles y depositó unas semillas de sandía que extrajo del bolsillo. Leida la contemplaba sonriendo, como si de pronto hubiera comprendido que era responsable de lo que sucedía.
Entonces, aún despierto, soñé con un hombre. Él era una pieza importante en mi proyecto mágico de poseer a Mabel entre las colinas de Zabriskie Point. Si en ese momento alguien me hubiera preguntado mi nombre o algún rasgo relevante de mi vida anterior, no habría sabido qué responder. Ese fue el momento elegido por el hombre de barba tupida para arremeter con el cuchillo contra nosotros, aunque no llegó muy lejos porque Mabel le disparó varias veces. El tipo cayó como una bolsa de papas y comenzó a sangrar profusamente. Leida gritó, y supe que lo conocía.
—Me pagó para que los encuentre; pensé que era otro vendedor que pretendía hacer algún negocio. No imaginé lo que quería —lloriqueó la muchacha.
Subimos al auto y partimos, pero tampoco había necesidad de correr; sólo los culpables huyen. Tomamos el desvío hacia Nevada y el asunto del muerto ya era recuerdo, sin testigos… salvo por la sensación de que el viejo paralítico que vivía en la casa más cercana del poblado había visto a Mabel disparar. No importaba, el viejo debía tener el cerebro destruido por el alcohol; nadie le iba a creer.
Las colinas de Zabriskie Point estaban a pocos kilómetros de marcha. Leida había quedado involucrada en el asesinato, por lo que viajaba con nosotros como entregada, sin decir palabra. Mabel parecía muy satisfecha de la situación; limpió y cargó el arma con esmero, interrumpiéndose sólo para acariciar, de tanto en tanto, la cabeza de Leida.
Las curvas de la ruta nos mecían en la música sorda de un vinilo desértico y la urgencia por llegar a tiempo se iba disolviendo. Tras una loma vimos los patrulleros cortando el camino. Me detuve y Leida comenzó a llorar. La tranquilicé como pude, bajo la mirada insondable de Mabel. Pero los policías no nos buscaban; el corte de la ruta obedecía al inminente reingreso de la estación espacial desechada. Dejamos el auto tras una loma y caminamos por el desierto. Luego, al coronar una colina, pude oír cierta percusión lejana y profunda, como si el pulso tectónico de la Tierra o mis propios latidos fuesen amplificados por los cerros erosionados que cercaban el horizonte. Interrogué sin hablar a las mujeres extenuadas por la subida cuando la vista repentina de una docena de personas vestidas de blanco aturdió mis recalentados engranajes mentales. Todos ellos agitaban panderetas, batían tambores caminando por delante de nosotros. La supuesta exclusividad de mi destino, el de Mabel y el obvio designio de Leida se desmoronaron completamente al sumarse cientos de personas a nuestra marcha. Caminamos en silencio, siguiendo sin querer el hipnótico compás de la percusión que insinuaba canciones de guerra celtas o acaso pulsiones aún más antiguas. Los escombros astronáuticos se convertían en adornos de aluminio que los peregrinos esparcían sobre sus ropas, tocados de abalorios del basurero espacial.
Llegamos al anochecer. La gente comenzó a encender fogatas para disipar el frío repentino. En algunos grupos las mujeres se desvestían iniciando orgías de sexo y crack. Mabel se arrojó sobre mí y se levantó el vestido floreado hasta desnudar sus caderas. Entonces cayeron un par de meteoritos y unos segundos después el cielo comenzó a rajarse mientras la luz de la estación espacial incinerándose contra la atmósfera iluminó aquellas caras sedientas y aterradas. Algunos se apuraron para alcanzar el éxtasis antes de ser impactados por cientos de toneladas de metal fundido que se precipitaban desde las alturas. Surgido de la nada, el hombre de barba, aún sangrante, intentó clavar su cuchillo en mi abdomen, pero Mabel se interpuso y recibió el cuchillazo sin gritar. Los proyectiles de plomo ardiente arreciaron. Acomodé el cadáver de mi mujer en el auto y me alejé sin mirar atrás, huyendo de la gente y de una Leida desconcertada y mustia. Tres días después estaba de regreso en casa. Enterré a Mabel en el jardín, suponiendo que las últimas semillas de sandía germinarían en algún momento. Fue como volver a ser niños, aprender todo nuevamente y callar por miedo a que una sola gota de dolor abriera un grifo imposible de cerrar.


Acerca de los autores:
Jorge Luis Borges
J. G. Ballard


Este cuento es un homenaje realizado por varios escritores a la obra de dos de los más formidables creadores del siglo XX.

Acerca de quienes, con el mayor respeto, pergeñaron este apócrifo:

Héctor Ranea
Sergio Gaut vel Hartman

1 comentario:

El Titán dijo...

atrevidos...menos mal que les salió bien...