La vergüenza subió a mis mejillas ante semejante
comentario y las miradas socarronas disfrutaban de la incomodidad que mi
sonrisa no podía disimular.
Hacía dos horas que estábamos
reunidas y luego de charlar un rato sobre las gotas de recuerdos que aún
teníamos de los viejos tiempos de la adolescencia, la conversación
derivó hacia nuestras vidas en pareja. Una a una se jactaron de las
marcas que los respectivos maridos les habían ido dejando en el cuerpo a
lo largo de los años. La que menos, lucía una roja cicatriz en la
mejilla, resaltada por el maquillaje para que no pasara inadvertida. La
que más, se regodeaba haciendo gestos con la mano izquierda con la
evidente intención de que todas notáramos que le faltaban el dedo mayor y
el anular.
Hasta que llegó mi turno.
—Bueno… La verdad es que Daniel nunca me hizo nada.
No
tenía por qué mentir. Todas conocen a Daniel. Estamos juntos desde los
quince años y es un dulce compañero al que amo con toda mi alma. ¿Es que
todos los hombres tienen que ser iguales? ¿Acaso los otros son
perfectos?
Al regresar a casa lo encontré dormido.
Después de desnudarme me acosté junto a él y lo abracé por detrás. Giró,
me besó, hicimos el amor con la ternura que habitualmente despliega con
esas manos que parecen las de un niño. Al terminar me atreví.
—¿Dormís?
—No —contestó a media voz—. ¿Por qué?
—¿Te puedo hacer una pregunta?
—Claro, mi amor. ¿Qué pasa? —Intrigado se puso a escuchar con atención.
—Decime
una cosa. ¿Por qué vos nunca me levantaste la mano? —Y por el tono de
voz ambos supimos que había un reclamo en mi pregunta. El primer
reclamo que le hacía después de tantos años juntos.
No contestó de
inmediato. Salió de la cama, se dirigió al baño y luego de ducharse y
vestirse se fue de la casa sin decir una palabra. Eran las tres de la
mañana.
Una semana después tuve noticias. El mensaje electrónico
decía: “No sé por qué nunca lo hice y lo lamento. Espero que puedas
perdonarme. No volverás a saber de mí, no quiero ser el motivo de tu
vergüenza. Todo es tuyo, todo está a tu nombre. No intentes buscarme, no
vale la pena. Sin duda encontrarás un hombre que esté a tu altura; un
verdadero macho. Alguien que sepa darte lo que te merecés. Fuiste el
amor de mi vida y nunca te olvidaré. Adiós, querida. Que seas muy feliz.
Daniel”.
No me arrepiento de habérselo preguntado. Con
él nunca hubiera llegado a ser una mujer completa. Ahora puedo yo
también usar bikini en los calurosos días de verano y lucir orgullosa
los moretones que cada noche Carlos dibuja sobre mi piel bronceada. En
la próxima reunión las chicas volverán a sorprenderse, pero esta vez mi
sonrisa será sincera, aunque los tajos que alargan la comisura de mis
labios no permitan que se note.
Fernando Puga
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