domingo, 13 de mayo de 2012

El qué dirán - Fernando Andrés Puga


—¡No me digas que nunca te levantó la mano! —dijo Gladys y era sincera la sorpresa que despedían sus pupilas dilatadas—. ¿Viste? Yo siempre lo dije. Daniel es raro. No es que me parezca mal, pero… ¿no le falta un poco de masculinidad? —agregó buscando complicidad entre las viejas compañeras de secundario, reunidas en el décimo aniversario de nuestra graduación.
La vergüenza subió a mis mejillas ante semejante comentario y las miradas socarronas disfrutaban de la incomodidad que mi sonrisa no podía disimular.
Hacía dos horas que estábamos reunidas y luego de charlar un rato sobre las gotas de recuerdos que aún teníamos de los viejos tiempos de la adolescencia, la conversación derivó hacia nuestras vidas en pareja. Una a una se jactaron de las marcas que los respectivos maridos les habían ido dejando en el cuerpo a lo largo de los años. La que menos, lucía una roja cicatriz en la mejilla, resaltada por el maquillaje para que no pasara inadvertida. La que más, se regodeaba haciendo gestos con la mano izquierda con la evidente intención de que todas notáramos que le faltaban el dedo mayor y el anular.
Hasta que llegó mi turno.
—Bueno… La verdad es que Daniel nunca me hizo nada.
No tenía por qué mentir. Todas conocen a Daniel. Estamos juntos desde los quince años y es un dulce compañero al que amo con toda mi alma. ¿Es que todos los hombres tienen que ser iguales? ¿Acaso los otros son perfectos?

Al regresar a casa lo encontré dormido. Después de desnudarme me acosté junto a él y lo abracé por detrás. Giró, me besó, hicimos el amor con la ternura que habitualmente despliega con esas manos que parecen las de un niño. Al terminar me atreví.
—¿Dormís?
—No —contestó a media voz—. ¿Por qué?
—¿Te puedo hacer una pregunta?
—Claro, mi amor. ¿Qué pasa? —Intrigado se puso a escuchar con atención.
—Decime una cosa. ¿Por qué vos nunca me levantaste la mano? —Y por el tono de voz ambos supimos que había un reclamo en mi pregunta. El primer reclamo que le hacía después de tantos años juntos.
No contestó de inmediato. Salió de la cama, se dirigió al baño y luego de ducharse y vestirse se fue de la casa sin decir una palabra. Eran las tres de la mañana.
Una semana después tuve noticias. El mensaje electrónico decía: “No sé por qué nunca lo hice y lo lamento. Espero que puedas perdonarme. No volverás a saber de mí, no quiero ser el motivo de tu vergüenza. Todo es tuyo, todo está a tu nombre. No intentes buscarme, no vale la pena. Sin duda encontrarás un hombre que esté a tu altura; un verdadero macho. Alguien que sepa darte lo que te merecés. Fuiste el amor de mi vida y nunca te olvidaré. Adiós, querida. Que seas muy feliz. Daniel”.

No me arrepiento de habérselo preguntado. Con él nunca hubiera llegado a ser una mujer completa. Ahora puedo yo también usar bikini en los calurosos días de verano y lucir orgullosa los moretones que cada noche Carlos dibuja sobre mi piel bronceada. En la próxima reunión las chicas volverán a sorprenderse, pero esta vez mi sonrisa será sincera, aunque los tajos que alargan la comisura de mis labios no permitan que se note.

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Fernando Puga

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