martes, 17 de abril de 2012

Experiencia gourmet – Héctor Ranea


Se despertó sobresaltado, como viniendo de una pesadilla. Hizo memoria, soñó, efectivamente, que moría de hambre y, en realidad, estaba desesperado de hambre. Trató de abrir el ataúd para salir y le costó mover la tapa, sin contar que moverse en ese estrecho espacio le resultaba siempre bastante incómodo.
Tenía que comer urgente. Sangre, claro.
Por suerte, esta vez la cripta la había ubicado cerca del banco de sangre así que no tendría demasiados problemas, pero al salir notó que las cosas habían cambiado y que, horror de los horrores, no había banco de sangre. Dio varias vueltas pero finalmente entró en la sección hematología. Pidió sangre de manera tan perentoria que el enfermero se la trajo, pensando que sería para mirarla.
El vampiro tomó la exigua bolsa de plástico y miró interrogativamente al joven.
—¿Esto es sangre?
—En realidad, concentrado de glóbulos rojos, Don.
—¿Qué quiere decirme con eso?
—¿Con Don? No sé… se suele…
—NO; con concentrado de glóbulos. ¿Como el concentrado de tomates?
—No precisamente, pero sí que se mezclan varios donantes.
—¡Y yo que creía haberlo visto todo! ¿Y qué pasó con el querido plasma?
—Y… qué sé yo, Don. Lo usan para otra cosa.
—¿Y esto cuánto cuesta? —dijo sin disimular el asco.
—Bueno… no está en venta… es para pacientes de emergencias, ¿vio?
—¿Y yo que soy?
—Este… eso lo tiene que determinar un médico, un doctor.
—Soy doctor. Doctor en lo que quiera. De Maguncia traigo doctorados en Leyes, en Geología, en Física de Cuerpos Sólidos. De Praga soy doctor en Letras, en Gramática sefaradí, en Urbanística, en Tratamiento de Ruinas. Soy Doctor en Medicina de Harvard, de Connecticut y de Madrid, sin contar Göthesbug y Moscú. Soy Doctor en Artes plásticas de Samarkanda, de Roma, de Nápoles… ¡Vamos, soy Doctor del mundo! —el vampiro, en su vehemencia, había tomado color casi verde.
—Pero tiene que ser un Doctor acreditado en este Hospital, Don…
—¡Basta! ¡Dejémonos de sandeces! Tráigame cuatro de estas bolsas… mejor cinco.
—¿Cinco! Son como para dos pacientes.
—Son para mí, envuélvalas así nomás. No necesito papel de regalo.
—¿Para usted? —el empleado ya estaba notando el color verdoso del interlocutor y lo dijo con tono preocupado.
La postura de Drácula no daba lugar a equívocos. El enfermero fue al banco y volvió con las cinco bolsas. El Conde las tomó y se fue.
En la paz de la plaza, esa noche se dedicó a la bebida. Pero al hincar los dientes acanalados, la primera succión le produjo mareo por la cantidad de oxígeno, pero para peor le taponó los canales, por lo que tuvo que beberse la sangre lamiendo la bolsa, como un perro.
Humillado, le abrió con los dientes un tajo y se la terminó de beber a la primera bolsa casi sin saborearla. Y pensó: “¡Ah, los tiempos en que el plasma daba el sabor a la sangre!” —y prosiguió: “¡Ese sabor a chistorra de primera que caracterizaba al grupo A Rh: negativo! ¡Y esos tonos de chorizo que daba el 0 positivo! ¡Todo perdido! ¡Qué dolor!” Mientras esto cavilaba, bebía la tercera bolsa a la que había arrancado sus tres mangueras.
Un pensamiento le dio de lleno en la cabeza, mientras eso hacía. Estaba sorbiendo sangre de demasiadas personas. Se incorporó dejando salpicar dos gotas que mancharon su capote negro con tono escarlata oscuro. “¡Caramba! Estoy conteniendo tanta gente que esta noche puedo tener sus sueños o pesadillas. Me puedo indigestar de sus pensamientos, porque además es gente que quiere hacer el bien, no como mis víctimas que intentan salvarse de mi mordida”.
Fue al bar de la esquina, pidió dos botellas de coñac que usaría para diluir la sangre. El mozo a esa hora ya casi sin clientes, no podía creer que vinieran con semejante pedido pero era mejor acceder. El patrón lo hubiera hecho. Eligió dos botellas cerradas y se las llevó al vampiro. Al dejarlas sobre la mesa, le preguntó:
—¿Las va a tomar solo?
—No necesito compañía, a menos que se ofrezca voluntario para darme sangre.
El mozo se rió de la ocurrencia y se fue. Pero al verlo beber le entró un sudor frío a correr por la espalda. El bebedor estaba completamente loco. Nadie bebía así.
Drácula terminó las dos botellas y a los gritos le pidió dos de cachaça. El mozo se las estaba llegando cuando lo escucha canturrear:
—No me queda más vino / no me gusta el alcohol / no tengo más tu sangre / amada mía / no me dejes así.
Y dijo para sí: “Mal cantor el quía, pero mejor le llevo la cachaça, no vaya a ser que me saque la sangre. Lo veo mal; está por caerse.
Drácula bebió el aguardiente de un trago y comenzó a descontrolarse morfológicamente. De pronto, una urgencia de volar lo convirtió en murciélago ante los ojos espantados del mozo, quien se escondió tras la barra, pero el Conde se contuvo hipando. Se acercó al mozo, le pagó y se fue.
—Con esto le di una lección a los que donaron la sangre —dijo al mozo que no entendió palabra porque lo dijo en dialecto rumano del oeste.
Se internó en la noche, a veces murciélago, a veces ángel negro, a veces él, a veces una escoba voladora. Incontrolado por sus múltiples poderes bajo la sujeción de los donantes, el Conde había perdido el papelito donde había anotado la dirección de la cripta.
A la mañana siguiente, encontraron bolsas de transfusión a medio llenar, un par de botellas de cachaça barata, los restos de una tela negra manchada de escarlata y de un cordón de zapato muy antiguo.
El vecino que lo encontró en el rellano de su tienda, aseguró que cuando él llegó, había voces que salían de las bolsas, pero después nadie escuchó más nada. Al vecino lo internaron en un psiquiátrico. Se recupera bien.
—Un par de transfusiones y quedará como nuevo —dicen los médicos satisfechos.

El autor: Héctor Ranea

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