Al principio, el temporal fue tomado por un evento meteorológico más, se recurrió a las medidas de rutina y tratamos de retornar a la normalidad. Pero solo había sido el primer anuncio: cuarenta y ocho horas después el tornado azotó la ciudad. Cientos de vidrios estallaron, cayeron árboles y, cuando nos quisimos dar cuenta, estábamos contando muertos. Los equipos de rescate no se daban abasto para auxiliar a los sobrevivientes.
La reparación de los daños se convirtió en una tarea lenta e ingrata: hubo personas que pudieron albergarse con familiares o amigos, en los barrios suburbanos o en los poblados vecinos. Pero muchos se resistían a abandonar sus semiderruidas moradas, a pesar de la insistencia por parte de la gente de Defensa Civil en que buscaran lugares más seguros. En medio de esa desorganización, toda la camada de gente que había quedado sin vivienda vagaba por las calles, eran cientos de individuos desorientados y en estado de shock.
La tercera vez el peligro no vino del cielo. Cuando la tierra tembló, el caos fue completo: lo que nos afectaba era un terremoto que tenía su epicentro en el río. Los pulsos se repetían a espacios irregulares y duraban entre 59 y 90 segundos; la intensidad crecía y decrecía desde el 6.1 hasta el 7 en la escala de Richter.
El saberlo fue suficiente para mí, comprendí que tenía que huir de la ciudad. Fui afortunado, el terror había paralizado a la mayoría y aunque con dificultad, aún se podía transitar por las calles. Cargué una mochila liviana, con lo indispensable, y elegí alejarme en mi motocicleta; en caso de enfrentar a algún derrumbe, podría escurrirme más fácilmente. Por supuesto, cada vez que se repetían los temblores tenía que detenerme.
Recién me sentí más seguro cuando crucé la ruta para alejarme de la zona urbana. Desde el puente al que había subido pude divisar a una caravana de gente que se acercaba, cada vez más, hacia donde me encontraba. Cuando ya estaban demasiado cerca, retomé la marcha, ellos, como yo, avanzaban atrás, ellos, como yo, buscando sobrevivir, caminaron sin detenerse.
Acerca de la autora:
María del Pilar Jorge
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