Fulvio Velorreta tiene un negocio que le deja pingües beneficios: vende fantasías en un lugar del puerto y ya casi no da abasto. Hasta que un día viene a comprarle una fantasía un niño. Ahí comprende que debe dejar el negocio. Decide vender hortalizas, verduras, frutas y así sigue con sus éxitos hasta que un día
—¡Buenas tardes, Fulvio! Vengo a comprarle algo de frutas —dijo Calixto, el hortelano. Entonces Fulvio decidió decir “No más” a la venta de ensalada y dedicarse de lleno a la pintura y retratar a las señoras sentadas o al flanco del burrito de Calixto. En eso estaba, casi sin aliento pintando a troche y moche, cuando ve venir a Vicente, el pintor más afamado, a pedirle un retrato suyo. Decide abandonar la venta y dedicarse a la transacción de joyas, hasta que la Reina aparece a comprarle un anillo que él hiciera entre gallos y mediasnoches. Entonces abandona el menester y pone en práctica lo que sabe de lutería, que abandona por tener de clientes a los magníficos hombres de Cremona y sigue eligiendo negocios que debe abandonar porque no se siente digno, hasta que retorna a sus primeros beneficios, vendiendo peso por peso su imaginación comprándosela a su vez a los niños.
Sobre el autor:
Héctor Ranea
3 comentarios:
triste y hermoso
¡Gracias, El Titán!
Tierno homenaje de un vendedor de fantasías (real) a otro (ficcional). Usted, Ogui, cada día canta mejor... (¿no canta? ¡uy, me debo estar quedando sordo!)
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