Idea de Martín Piolini
Caminaba depacio, no porque estuviese cansado sino porque la mañana era tan hermosa que yo quería hacer durar cada segundo.
De los pinares que rodeaban el camino arenoso emanaba un olor a resina joven que se entremezclaba con el dulzón de las retamas en flor.
Deliberadamente inspiré tan profundo como pude, necesitaba embriagarme de aquellos aromas, guardarlos por siempre para rememorarlos después, cada vez que quisiera. Los olores traen consigo la magia de transportarnos a situaciones vividas. A veces vienen de tan lejos…, tanto que me pregunto cuál de todos será el olor más antiguo que preservo en mi memoria.
De a ratos, como vigías ocultos, unos pájaros —vaya uno a saber cuáles— anunciaban mi presencia. Sus graznidos, invisibles y dispares, atravesaban la espesa vegetación. Debo reconocer que en un principio me aturdieron. Después de un tiempo noté un trinar más armonioso y delicado: empezaban a aceptarme. Yo jamás me detenía. A medida que avanzaba, crecía en mí la sensación de que dejaba atrás los problemas, que las angustias cotidianas ya no eran angustias. Andaba más liviano, sin equipaje, sin paraguas, sin recaudos, sin celular, sin apremios ni urgencias. Disfrutaba de mi paseo, disfrutaba de ese aire tibio y amable.
De golpe el rugir de unos motores a la distancia me hizo voltear. Una caravana de autos avanzaba lentamente, regulando la marcha. Un cortejo fúnebre. Pensé que era una pena morir un día tan agradable como ese.
En el auto que precedía la marcha, semioculto bajo las flores de las palmas y coronas, se destacaban unas fajas violetas.
Me aparté del camino, debía dejar paso al cortejo.
Cautivado por las letras doradas me detuve a leer las frases que alguien había armado cuidadosamente en esas fajas: “Te quiero, Papá”, “Te vamos a extrañar. Tus amigos”, “Tus compañeros”.
El segundo auto transportaba el féretro, y en el tercero se arracimaban unos pocos deudos. Dos o tres vehículos más completaban la caravana. Con cierto placer morboso me tenté de leer el nombre del difunto. No, me dije, no tiene sentido. ¿Para qué? ¿Qué me importa? Pero mi mirada desobediente se enfocó en el nombre y apellido que aquellas letras de plástico blanco —letras intercambiables, que habrían escrito ya otros cientos de nombres de otros muertos—, clavadas en el cartelito de felpa negro. Anunciaban a gritos la identidad del que ya no era. Del que iba ahí: en su última morada, un cajón de madera caoba.
Leí pero no leí. Quiero decir, leí pero no comprendí. Entonces quise leer de nuevo, buscando el caprichoso error humano, la complicidad de una letra mal acomodada o un acento que lo aclarase todo.
Como el cortejo seguía su marcha, debí correr hasta alcanzarlo. Y sólo llegué a vislimbrar algunas letras, las primeras sílabas de un nombre familiar, conocido, íntimo.
Me llamó la atención el último auto, un cupé Chevrolet ’78 gris plata… Es…, me dije: ¡es el auto de Fernando! No me había equivocado: las gruesas manos de mi voluminoso amigo se aferraban con furia al volante. Alcé la vista hasta su cara. Sí, era la cara de Fernando, pero distinta: el dolor le había contraído los rasgos, lo había vuelto viejo. Jamás lo habría imaginado en semejante actitud; sombrío, con su enorme cuerpo aovillado contra la ventanilla, su mirada perdida en la inmesidad de ese hermoso día de sol.
¿Quién sería el muerto? ¿Algún familiar de Fernando? Un amigo, no, pensé. Todos nuestros amigos eran por lo general en común. Me hubiese enterado. Fernando me habría avisado. En un acto reflejo, me palpé el bolsillo del jean buscando el celular para llamarlo, y volví a notar su ausencia.
¿Dónde habría dejado el telefono?
La caravana siguió por el serpenteante camino. A los pocos minutos la perdí de vista. Mañana o pasado lo llamaré a Fernando, me dije. Averiguaré qué tan cercano era el difunto. Por lo menos le voy a preguntar si necesita algo… Aunque no quería transformarme en esas personas que se acuerdan de los amigos sólo en los entierros.
Cuando llegué a casa, era de noche. Paula y las nenas ya dormían. Lamenté haber sido tan egoísta, llegar tan tarde. ¿Acaso había estado ocupado en algo importante? No. Entonces, ¿por qué no había llegado a tiempo para cenar con ellas? Hubiese querido comentarles mi paseo, los olores, mis sensaciones. Me sonreí en la penumbra de mi habitación, mientras observaba el cortorno del cuerpo de Julia, apenas cubierto por la sábana.
Me acosté sin hacer ruido, con tanta suavidad que Paula no notó mi presencia.
A la mañana siguiente, me desperté tarde. El sol inundaba la habitación, y Paula y las nenas ya se habían ido. Ni me habían despertado para desayunar. Eso me molestó un poco, sólo un poco.
Ya era casi mediodía, no llegaría a horario al trabajo, así que decidí no ir. En cambio me vestí y salí a dar una vuelta a pie. Caminé una hora aproximadamente. Al pasar frente a una librería, me detuve a examinar la vidriera, algo que jamás se me hubiera ocurrido. Los libros… me atarpaban, quería llevármelos todos, leerlos, estudiarlos, aprenderlos de memoria, aprhender su sabiduría... Me pregunté por qué siempre había aborrecido los libros. Caminé un par de pasos hasta la puerta. Y, ahí, pegado, descubrí un cartelito:
Vendedor se necesita
Decidido, entré.
Ese mismo día comencé mi nuevo trabajo, una nueva vida. Amigos nuevos, gustos diferentes. Con esperanza. Con ímpetu. Con pasión.
Ya pasaron tres años, creo.
Jamás volví a casa, a mi familia, a mis amigos de antes; apenas tengo algunos recuerdos, cada vez menos. Tampoco puedo rememorar con claridad a Paula, a las nenas. Todo se va desvaneciento como el confuso resabio de un sueño que, al despertar, parece realidad.
Pero es lógico que así sean las cosas.
El autor: Oscar Piolini
1 comentario:
Sin lugar a dudas atrapante la narración y fascinante como deja jugar a la imaginación. Felicitaciones ! Fernanda
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