El planeta Tierra colapsó una mañana gris de la cual mantenemos sombríos recuerdos. Aún quedábamos numerosos seres humanos en el mundo, la décima parte de la humanidad había perecido; no obstante los que sobrevivimos nos íbamos pudriendo en vida a la velocidad de un grito. La esperanza había fenecido en pocos días.
Mi familia estaba muerta, mis amigos también; mi pena era grande, empero no duraría mucho porque un súbito milagro descendió sobre mi enferma y dolorida cabeza.
Eran cientos de naves en forma de esfera; la alegría nos invadió a mí y a muchos cuando éstas llegaron. A pesar de la inicial maravilla una sorpresa nos aguardaba.
El mensaje fue universal y telepático:
«Suban a las partes altas, las puertas de cada navío estelar se abrirán para ceder paso a las personas, de modo que puedan ser trasladadas al planeta Kor, en la galaxia Centauro, un lugar muy similar a la Tierra en suelo y atmósfera. Casi un paraíso tangible. Ahí podrán empezar una nueva civilización. Ya saben lo que han de traer con ustedes. Por favor, regocíjense, hermanos del universo. Confíen en nosotros».
Cuando llegué a una parte alta apareció frente a mis pies un puente luminoso y transparente por el cual procedí a avanzar, emocionado, hacia mi nuevo destino. La fila de gente era grande, aunque no tumultuosa. La mayoría se mostraba ávida por alcanzar las entrañas del divino transporte. ¿Acaso podrían transportarnos a todos? Aquella idea resultaba absurda, imposible. En definitiva no se llevarían con ellos ni a la veinteava parte de los supervivientes. ¿O tal vez la tecnología que manejaban era lo suficientemente poderosa como para lograrlo? No importaba, yo estaba muy cerca de verme a salvo.
Alcancé la entrada de la nave y atisbé a puertas una criatura azul de dos metros y cuatro brazos, calva, desnuda, de contextura similar a la de un gorila.
—Muéstreme su pasaje —me dijo con la mente.
—¿Pasaje? ¿Qué pasaje? —pregunté, consternado.
—La única manera de que usted pueda formar parte del gran viaje es teniendo un pasaje.
—¿Cuándo dieron aquel pasaje?
—Lo han dado desde siempre. Cada vez que un hombre sembró un árbol, limpió un bosque, protegió a otro ser vivo, humano o animal, combatió la contaminación en el planeta, ya sea en forma activa como intelectual, allí estaba uno de nosotros, camuflado entre ustedes, dispuesto a dar un pasaje como recompensa. El pasaje es hereditario, es redondo y pequeño como una moneda. Y nunca se pierde.
—Entiendo —manifesté, agachando la cabeza—. No tengo pasaje.
No tuvo que pedírmelo; cabizbajo, di media vuelta y, al igual que otros, regresé a la azotea del edificio. Luego descendí de él y me sumí en las calles oscuras.
Muchas veces en mi vida quise limpiar mi ciudad, contribuir a la lucha en contra de la contaminación ambiental. Pensé en reemplazar mi auto a petróleo por uno eléctrico. Planeé crear un parque, educar a los niños que vivían en mi barrio. Escribir un texto sobre el tema ecológico, por lo menos. Pero nunca hice nada al respecto, quizá por flojera o porque pensé que alguien más lo haría por mí. Tan solo tenía que luchar por mi distrito, no hacía falta desbordar esfuerzos por mi provincia, por mi país o por la inabarcable inmensidad de nuestro globo. Al conservar el pequeño lugar que habitaba, salvaba al mundo. Nunca lo hice. Ahora acepto resignado el final.
Muy pronto los armatostes llegados del cielo se llenarán. Muy pronto partirán hacia un lugar de ensueño. Y yo, junto a tantos otros, me quedaré en esta tierra moribunda, de aire venenoso, prácticamente irrespirable. Casi sin vida animal o vegetal. Pereceré junto a este planeta sombrío, yo, tonto culpable de su desdicha; y torpe culpable de la mía. Pero es muy tarde ya para quejarse. Demasiado tarde para llorar.
Lima, julio de 2010
Mi familia estaba muerta, mis amigos también; mi pena era grande, empero no duraría mucho porque un súbito milagro descendió sobre mi enferma y dolorida cabeza.
Eran cientos de naves en forma de esfera; la alegría nos invadió a mí y a muchos cuando éstas llegaron. A pesar de la inicial maravilla una sorpresa nos aguardaba.
El mensaje fue universal y telepático:
«Suban a las partes altas, las puertas de cada navío estelar se abrirán para ceder paso a las personas, de modo que puedan ser trasladadas al planeta Kor, en la galaxia Centauro, un lugar muy similar a la Tierra en suelo y atmósfera. Casi un paraíso tangible. Ahí podrán empezar una nueva civilización. Ya saben lo que han de traer con ustedes. Por favor, regocíjense, hermanos del universo. Confíen en nosotros».
Cuando llegué a una parte alta apareció frente a mis pies un puente luminoso y transparente por el cual procedí a avanzar, emocionado, hacia mi nuevo destino. La fila de gente era grande, aunque no tumultuosa. La mayoría se mostraba ávida por alcanzar las entrañas del divino transporte. ¿Acaso podrían transportarnos a todos? Aquella idea resultaba absurda, imposible. En definitiva no se llevarían con ellos ni a la veinteava parte de los supervivientes. ¿O tal vez la tecnología que manejaban era lo suficientemente poderosa como para lograrlo? No importaba, yo estaba muy cerca de verme a salvo.
Alcancé la entrada de la nave y atisbé a puertas una criatura azul de dos metros y cuatro brazos, calva, desnuda, de contextura similar a la de un gorila.
—Muéstreme su pasaje —me dijo con la mente.
—¿Pasaje? ¿Qué pasaje? —pregunté, consternado.
—La única manera de que usted pueda formar parte del gran viaje es teniendo un pasaje.
—¿Cuándo dieron aquel pasaje?
—Lo han dado desde siempre. Cada vez que un hombre sembró un árbol, limpió un bosque, protegió a otro ser vivo, humano o animal, combatió la contaminación en el planeta, ya sea en forma activa como intelectual, allí estaba uno de nosotros, camuflado entre ustedes, dispuesto a dar un pasaje como recompensa. El pasaje es hereditario, es redondo y pequeño como una moneda. Y nunca se pierde.
—Entiendo —manifesté, agachando la cabeza—. No tengo pasaje.
No tuvo que pedírmelo; cabizbajo, di media vuelta y, al igual que otros, regresé a la azotea del edificio. Luego descendí de él y me sumí en las calles oscuras.
Muchas veces en mi vida quise limpiar mi ciudad, contribuir a la lucha en contra de la contaminación ambiental. Pensé en reemplazar mi auto a petróleo por uno eléctrico. Planeé crear un parque, educar a los niños que vivían en mi barrio. Escribir un texto sobre el tema ecológico, por lo menos. Pero nunca hice nada al respecto, quizá por flojera o porque pensé que alguien más lo haría por mí. Tan solo tenía que luchar por mi distrito, no hacía falta desbordar esfuerzos por mi provincia, por mi país o por la inabarcable inmensidad de nuestro globo. Al conservar el pequeño lugar que habitaba, salvaba al mundo. Nunca lo hice. Ahora acepto resignado el final.
Muy pronto los armatostes llegados del cielo se llenarán. Muy pronto partirán hacia un lugar de ensueño. Y yo, junto a tantos otros, me quedaré en esta tierra moribunda, de aire venenoso, prácticamente irrespirable. Casi sin vida animal o vegetal. Pereceré junto a este planeta sombrío, yo, tonto culpable de su desdicha; y torpe culpable de la mía. Pero es muy tarde ya para quejarse. Demasiado tarde para llorar.
Lima, julio de 2010
2 comentarios:
Gran relato concientizador.
Tristemente es dudoso que vayan a dar pasajes. Aunque con el criterio que los daban , muchos contaminadores que compraron automóvil hybrid se hubiésen colado.
Y quien sabe si el azul de cuatro brazos y sus coplanetarios tuviéran planes de convertir a todos en aderezo para ensalada.
Gracias por tu comentario, Carlos. No olvides que los aliens podían leer las mentes, por lo tanto resultaría imposible que alguien se colara. Confiemos en que el azul de cuatro brazos tuviera planes esperanzadores (y no gastronómicos) para la clase de gente que lleve al nuevo planeta, no olvidemos que estas personas no destruyeron su mundo, ergo, no acabarían nunca con su nuevo hábitat. Exitos.
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