Se paró justo frente a mi cara. Se agarró del tubo cromado del que cuelgan las argollas en el subte. Yo, desde mi asiento, levanté los ojos y miré las argollas. Y al verlas, me fue impuesto volver la mirada, al frente, donde sus piernas se unían. Volví ahora mi cabeza y vi, por debajo de su pequeño top, que no usaba corpiño. ¿Lo hacía al propósito? Porque era evidente que, con la altura que tenía, con sus tacos que la elevaban algo así como diez centímetros, y con la posición que adoptó, resultaba imposible no mirar. Resultaba imposible abstraerse de ver. De verla. Porque todo en ella era precioso. ¿Qué hacía esta preciosura en las penumbras del subte?
La pollera, mejor dicho, la mini de tela de vaquero negro, rígida, se bamboleaba delante de mis ojos, y el vientito me traía aroma a entrepiernas. Me provocaba. Sí, seguro que me provocaba. Porque sus actitudes me dieron ganas de meter mano. Aunque si metiera la mano, pensé, me ligo un trompazo. ¿Y entonces, a qué se debe su conducta? ¿Semejante minón pretende salir así, y que los demás se banquen la calentura? Atorranta. Puta. Sí, puta sin alma debe ser. Desalmada, mejor dicho. Aunque está tan buena que soy capaz de dejarme llevar donde sea: a la lujuria, a procrear con ella.
A punto de entrar a la estación Palermo se dio vuelta y se agachó. En ese momento no me importó si para mirar algo en el andén central o para seguir enloqueciéndome. Pero tuve que frenar mi impulso: el encaje negro tentaba. Si quieres trastornarme, pensé, no te gastes: ya me volviste loco.
Dispuesto a cualquier cosa, chiflado de tal forma, ni el recuerdo de mi esposa ni el de mis hijos que me esperaban en casa podían cambiar lo que, para mí, ya era un hecho: cuando se bajara me iría con ella. Me parece exitoso lo que esta mujer ha logrado poniendo en evidencia mis instintos más primitivos.
¿No era eso lo que buscabas? Tomamos demasiado vino y ambos nos emborrachamos de lujuria. Al menos, emborrachaste mi cordura. Ya nada ni nadie se interpondrá en nuestro camino.
Necesitaba calmarme. Cerré los ojos.
Está ahí, esperando. La imaginé desnuda, sensual, provocativa: los ojos pintados con rímel y delineador negro marcando sus ojeras, de boca prominente, labios carnosos y lengua roja rozando sus dientes blancos. La imaginé con las medias transparentes y negras, acariciándose delante del espejo. Después, cubriéndose con encaje negro para ocultar su bello púbico. ¿Para que? Para que otro gozara al destaparlo. Para revolcarse en caricias enredadas. ¡Traidora! ¿Esperas mi momento de locura? Escucho a mi sinrazón que me dice: hazlo, anímate, no seas cobarde. Pero percibo esos chillidos de placer con otro que me dicen: cuidado, no te atrevas, es tramposa. Y sufro. Quiero salir de esta locura. Me estremezco al pensarte. ¡Tramposa! Mi mente me hace trampas. ¿Desvarío? La imagino a ella mofándose de mí, ofreciéndose a otro, y el otro, goza cuando le pasa la lengua y la succiona como si fueran dos asquerosas ratas. Eso, eso quisiera: que me sorbieras a mí los fluidos. ¿Estoy enloqueciendo? Quiero abrir los ojos para salir de este delirio.
Abro mis ojos. La veo bajando en Plaza Italia. Las puertas se cierran y salto por la ventana. Mi agilidad me sorprende. Siento mi corazón galopar. Antes de partir, mis sienes pulsaban como estrellas. Ella camina por el andén y yo atrás tratando de alcanzarla. Le grito que me espere. Pero ella sigue, no sé si porque no quiere escucharme o porque pretende escapar por el túnel oscuro del final del andén. Y cuando ya casi logro alcanzarla, ella se vuelve, me mira, pega un salto, vuela sobre mi cuerpo, despliega sus alas y me envuelve y me cobija con ellas: me lleva y desaparecemos en la oscuridad de la galería subterránea.
Al despertar, me estremezco al verle los colmillos, toco dos puntos en mi cuello que gotean un líquido espeso, cálido, y me siento inmortal.
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