El juez Suárez, que se imponía con su formidable corpachón enfundado en una toga negra, comenzó la lectura de la sentencia. La sala se sumió en un sepulcral silencio, roto únicamente por su voz grave, magnificada por un micrófono saturado de eco y por la acústica del recinto.
—Por los horribles crímenes cometidos, en los que hizo gala de una monstruosa frialdad para concebirlos y ejecutarlos y de una absoluta falta de piedad para con las víctimas, y en uso del poder que me concede este Tribunal, solicito para el acusado la máxima pena que contempla nuestro Código de Enjuiciamiento Criminal: treinta años de reclusión mayor sin posibilidad de reducción de la condena. Antes de que se haga firme esta sentencia —prosiguió—, doy al acusado una última oportunidad para mostrar su arrepentimiento público por los execrables hechos aquí juzgados.
Poniéndose en pie con una parsimonia casi provocadora y acercándose a su micrófono con la misma calma chulesca, el sicario manifestó:
—No he venido aquí para discutir con usted. Pero ¿cómo puede enviarme a prisión, cuando lo que acaba de hacer ante esta Sala es describir una brillante trayectoria profesional?
Acerca del autor:
Javier López
2 comentarios:
Puntos de vista, que le dicen. Brillante, Javier!
Todo el mundo tiene derecho a sentirse orgulloso de su trabajo... al menos en teoría.
Gracísimas muchas, D. Ogui.
Publicar un comentario