La cita era a las tres. Él mismo abrió la puerta. Parecía nervioso. Impaciente.
Subimos la escalera sin hablarnos. Entraba una luz tenue a través de la puerta entreabierta que daba a la terraza. Me indicó con un gesto que me sacara la ropa. Enseguida, que me sentara frente a él. Accedí en silencio.
La música apenas audible palpitaba en la pequeña sala. El sahumerio proyectaba perfumes misteriosos. Una mezcla de mirra y de sándalo.
El chino tomó un papel de seda y haciéndole un agujero en el medio lo acercó a mi rostro. Después, me indicó que bajara la cabeza hasta hundirla en un hueco acolchado y pequeño como mi cara.
Las piernas entreabiertas a cada lado de una especie de banquillo, los brazos flojos rodeando la cintura.
Cuando puso las manos sobre mi cuello, me sobresalté. Las manos del chino empezaron a recorrer desde la cabeza, los hombros, los brazos hasta la cintura.
Las manos del chino se detuvieron ante mi súplica en el centro de mi espalda. Fue una tregua.
Entonces aproveché. Tomé la ropa y corrí escaleras abajo. El chino corrió detrás de mí hasta adelantarse. Mi miró perplejo.
Yo me detuve frente a la puerta y le dije: —Le ruego me disculpe.
—Está bien, señola —contestó el chino—. Me debe cualenta pesos.
Pagué y me fui.
Cuando alcancé la calle sonreí. A medida que avanzaba, empecé a reír. Subí por el ascensor a las carcajadas.
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