El poeta camina hacia el café. Es un hombre frustrado, pero antes que nada se siente poeta, y eso aumenta su frustración. No le importan tanto sus desamores, su ruina económica ni el mundo que lo rodea. O quizás, el mundo, sí. Nadie lo entiende, o cuando lo hacen, siempre le reprochan lo mismo: su falta de originalidad. Si escribe como piensa que debe hacerlo, no lo comprenden, no oyen esa voz que brota de sus entrañas. Si escribe como los otros quieren, es para repetir lo ya dicho, lo ya sabido. El mundo se está quedando sin palabras, reflexiona mientras elige dónde sentarse. Un mundo sin palabras es como el infierno, concluye.
El café está lleno, tal como se lo imaginaba anoche cuando comenzó a planear todo. Palpa en su cintura el revólver y después extrae de un bolsillo una hoja plegada, sus últimos versos. Se pondrá de pie, los leerá en voz alta y, ante el asombro del público (porque será su público en ese instante) se disparará en el pecho, y así habrá consumado su última obra, la más original y la que todos comprenderán.
Siente la boca seca, está nervioso. Recuerda aquella tarde, hace quince años, cuando leyó en la biblioteca municipal sus primeros versos. La misma sensación. Despliega la hoja y recorre los versos del poema. Es breve, no tardará demasiado. Ya está por pararse cuando escucha un vozarrón estridente a sus espaldas. Gira, en la silla, y ve un sujeto de su misma edad y apariencia similar que recita de memoria unos versos que le ponen la piel de gallina, y que tanto se parecen a los que esperan en su papel. Luego el sujeto saca un revólver y se dispara en la sien, ante el asombro de todos.
Se escuchan gritos, el llanto de una niña, alguien que corre, y el poeta sólo atina a releer su poema. Finalmente hace un bollo con la hoja y la deja caer a su lado. Ya no podrá hacerlo. Nunca hará nada, nada nuevo. Hoy, ni siquiera tomar un cortado en ese estúpido café, de esa estúpida ciudad.
El café está lleno, tal como se lo imaginaba anoche cuando comenzó a planear todo. Palpa en su cintura el revólver y después extrae de un bolsillo una hoja plegada, sus últimos versos. Se pondrá de pie, los leerá en voz alta y, ante el asombro del público (porque será su público en ese instante) se disparará en el pecho, y así habrá consumado su última obra, la más original y la que todos comprenderán.
Siente la boca seca, está nervioso. Recuerda aquella tarde, hace quince años, cuando leyó en la biblioteca municipal sus primeros versos. La misma sensación. Despliega la hoja y recorre los versos del poema. Es breve, no tardará demasiado. Ya está por pararse cuando escucha un vozarrón estridente a sus espaldas. Gira, en la silla, y ve un sujeto de su misma edad y apariencia similar que recita de memoria unos versos que le ponen la piel de gallina, y que tanto se parecen a los que esperan en su papel. Luego el sujeto saca un revólver y se dispara en la sien, ante el asombro de todos.
Se escuchan gritos, el llanto de una niña, alguien que corre, y el poeta sólo atina a releer su poema. Finalmente hace un bollo con la hoja y la deja caer a su lado. Ya no podrá hacerlo. Nunca hará nada, nada nuevo. Hoy, ni siquiera tomar un cortado en ese estúpido café, de esa estúpida ciudad.
Tomado de: Friccionario
El autor: Francisco Costantini
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