Curiosamente mi muerte se produjo el mismo día que la de Guillermo Ermita, el vecino más reconocido de mi ciudad, cantante, actor, y desde hacía algún tiempo contertulio de programas de televisión de gran audiencia. Quizá esto último fue lo que multiplicó su fama, porque hoy día ese don se consigue más por la capacidad de airear asuntos amorosos con modelos, actrices, cantantes y esa clase de estrellas que iluminan el firmamento televisivo y de la prensa rosa, que por las cualidades artísticas del llamado "famoso". Y así ocurrió con Guillermo, que de haber tenido una carrera mediocre sin apenas reconocimiento, en sus últimos años había estado en boca de todo el país, sobre todo por sus enfrentamientos ante las cámaras con Alicia Estévez, con la que afirmaba haber tenido un tortuoso romance y de la que podía contar los secretos más escabrosos, esos que hacen subir las audiencias.
Yo había sido un vagabundo, un buscavidas sin oficio ni beneficio. Nunca tuve familia, ni amigos, ni nadie que pudiera llorarme el día de mi muerte. En mis exequias solo estaban el padre Manuel (quizá la única persona a la que me había unido una cierta amistad y que se ocupó de alimentarme física y espiritualmente y de darme cobijo cuando lo necesité) y los dos operarios que colocarían mi féretro en el nicho que el propio padre Manuel había financiado.
A unos cien metros se oficiaban los funerales por Guillermo. Pero los asistentes, conforme llegaban, iban acercándose adonde el padre Manuel leía una última oración por mi alma.
—¡Pobre! ¡Con lo grande que ha sido, ahora verse aquí! ¡Tan joven! —docenas de hombres y mujeres empezababan a arremolinarse en torno a mi humilde féretro, a tocarlo, incluso a besarlo, sin fijarse siquiera en la tosca calidad de la madera. Se oían llantos y lamentos, y el padre Manuel no daba crédito a que aquella multitud de vecinos, entre los que se encontraban los más ilustres de la ciudad y personalidades venidas de otros lugares, pudieran haber asistido a mi entierro.
No sabía el buen hombre que todo era un error. Que él mismo, cumpliendo mi última voluntad, había atraído a toda aquella multitud como si de un flautista de Hamelin se tratara. Yo le había encargado que durante mi funeral sonara "Eclesiastes", de Stevie Wonder. Nadie pudo imaginar que esa música elegante, exquisita e infinitamente triste, no estuviera acompañando las exequias del también elegante y exquisito Guillermo Ermita, sino las de un humilde y desconocido vagabundo como yo.
Sobre el autor: Javier López
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