Agustín ha vuelto de ese laburo opaco, que tanto lo humilla: mandadero de una financiera trucha, nueve horas diarias. Qué va a hacerle, es lo que hay. Atento él a los pungas, el subte y el premetro lo trajeron a su monoambiente… bah, el sucucho que a duras penas logró alquilar.
Sentado al borde de la cama, aplicando puntera sobre talón, se descalza las ajadas zapatillas resorteras. Los pies le borbotan como si fuesen dos morrones recalentados. Hoy es un día diferente y echa de menos a aquellos, que aunque mal, son su familia.
Tan pronto como se prepara un vaso de chocolatada, le tocan el timbre. Deja la leche intacta en la mesa y abre. Una vieja esquelética, que apenas le llega a la boca del estómago, sostiene una torta repleta de crema. Detrás, la acompaña una docena de personas. ¿Y ésta quién es? Ella ofrece a los ojos de Agustín una perlada sonrisa de acrílico. Ah…, es el fósil que me crucé un par de veces en el hall. Y el fósil le levanta la torta y lo azuza con el pastel. Un copo de crema se pega en el suéter del muchacho, quien forzado se hace cargo del obsequio. Los demás le cantan a coro
—¡Qué los cumplas feliz! ¡Qué los cumplas feliz!
—Gracias…, gracias —balbucea Agustín—. Pero pasen… Pasen. La torta revolotea en sus manos por sobre las cabezas de los invasores. La vieja le tironea de la manga, le arrebata la cremosa, la suelta sin cuidado sobre la mesa y voltea aquel vaso repleto. Del bolsillo de su delantal grasiento saca unas arrugadas servilletas de papel e intenta absorber el desparramo, pero desiste tirándolas al suelo con disgusto. La chocolatada corre por la mesa y también va al piso, otorgándole a aquellas servilletas el carácter de archipiélago. Y ella le ordena a Agustín:
—¡Dame una cuchilla ahora!
Perplejo, él le alcanza un Tramontina. En nuevas servilletas, ella sirve porciones de la torta a los intrusos, las que van comiendo con hambre de malón-
Uno, con la boca llena y crema en el bigote, le pide al muchacho unas palabras. Agustín murmura:
—Bueno… Yo no sabría qué decir. Yo…
—¡Bien! ¡Viva! ¡Un aplauso para el homenajeado! ¡Ánimo, Agustín! ¡Ánimo!
Y se libran de sus desperdicios dejándolos caer al suelo. ¡Vítores y palmas! Agustín los mira, los ojos bien abiertos.
—Quizá, tendría que convidarles alguna bebida, pero la verdad es que yo
—No te preocupes, Agustincito, no va a faltar oportunidad. Nosotros ya debemos irnos. No vinimos a incomodarte. Sólo queríamos hacernos presente en tu cumple. Que sepas que estamos con vos.
—¡Alegría! ¡Alegría!
Y el tropel desfila por el vano de la puerta. Lo palmean. Él los despide estrujado contra la arcada. Algunos le dan la mano —para estrechárselas, Agustín cambia de posición el pedazo de torta que la vieja le había implantado—. Otros lo besan colgándosele del pescuezo. La vieja cierra la marcha y con un dedo, que parece una ramita nudosa de otoño, le indica insistente la porción.
—Comela, Agustincito, comela —la uña de la vieja se unta en crema y aquella ordinaria prótesis vuelve a sonreírle a Agustín; pero esta vez se descuelga de la encía
Y lo han dejado solo en medio del chiquero. Eligiendo donde pisar se acerca a depositar su porción en la bandeja, ahora embadurnada de migas húmedas. Se limpia las manos una con otra, y saca la escoba de un costado del aparador. Agarrado del cabo romo, se le van los ojos a un retrato familiar. En este momento, a Agustín lo envuelve una angustia que antes no tenía y una lágrima le rueda hasta la pera.
El autor:
José Antonio Parisi
2 comentarios:
Hola José Antonio,me encantó tu cuento.¡Mis felicitaciones!
Neli :)
Hola José Antonio,me encantó tu cuento.¡Mis felicitaciones!
Neli :)
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