A medianoche, la puerta del apartamento parecía una fortaleza. No sé cómo, pero tengo que entrar, se dijo y volvió a buscar las llaves. En un intento por mantener la calma, las imaginó como a duendecillos traviesos corriendo por el laberinto en que se había convertido cada bolsa de su pantalón. Las vio agazapadas en rincones a donde su mano no llegaba; los ojillos saltones, las narices ganchudas, los rostros deformados por la burla, revoloteaban dentro de su cabeza en un juego que pronto perdió la gracia. Lo primero que haré mañana cuando amanezca, será llamar al cerrajero, hacer un duplicado y esconderlo… ¡Puta madre!, masculló desesperado al comprender lo inútil de anticiparse a un futuro que, en este momento, no le resolvía cómo abrir la puerta o dónde pasar la noche. La luz bajo la puerta del apartamento de enfrente lo llevó a considerar la posibilidad de pedir posada, pero la descartó de inmediato. Desde que su esposa lo abandonó, la gente del condominio parecía mirarlo con recelo. La simpatía que les manifestaron siempre como pareja, había sido conmutada por un silencioso desprecio que se respiraba y sentía por todos lados (en las juntas, en el saludo, en los cuchicheos…). Era como si de pronto él se hubiera convertido en el enemigo de todos. Por eso, nadie le quitaría de la cabeza que sus infortunios no podían tener más origen que cada uno…
—Buenas noches, vecino —dijo a sus espaldas una voz en la que reconoció al señor del apartamento de enfrente—: lo estaba esperando. Esta mañana cuando salió, olvidó sus llaves; las encontré pegadas a su puerta.
2 comentarios:
Me gustó este relato porque refleja perfectamente cómo llegamos a perder la fe en los seres humanos. Lo cuál, a veces, conlleva alguna agradable sorpresa...
Gracias, Javier. Creo que muchas solemos prejuzgar.
Un abrazo.
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