Esperaba mi partida de este mundo haciendo algo que me justificase: tener el valor, el tiempo, la fuerza y la voluntad para terminar una novela negra cuyo protagonista —un asesino psicótico— comete una serie de homicidios inmerso una atmósfera “gótica” y variable. Quería capturar rápido el concepto que resumiera la esencia de la ficción, no perderme en figuras retóricas que distrajeran la atención del que leía. Máximo, un fisiculturista suburbano, mata y come aquellas partes de la victima que corresponden a la parte del propio cuerpo que va transformando en el gimnasio. Busca la forma, el cuerpo perfecto. La acción cambia cuando en sus merodeos nocturnos conoce Debbie, una travesti empeñada en cambiar su cuerpo. La analogía era especular, contraria y perfecta. Descubren algo así como el amor (en la acepción más deletérea e irracional del término) y él comienza a matar mujeres para que ella se alimente de las partes que está tratando de cambiar en la propia anatomía. Filman todo. Conforme la novela avanzaba empecé a sentirme extraño, torvo, malhumorado, retraído. Tenía todos los elementos para construir una buena historia, pero no tenía un final adecuado. Hasta que una noche me desperté con un hambre voraz. Bajé a la cocina y abrí la heladera con desesperación. Para mi espanto, dos cabezas humanas perfectamente seccionadas, me miraban desde el interior con gesto anodino.
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