Los ciudadanos vuelven a sus casas. La basura empieza a amontonarse en las esquinas. Los cartoneros salen a la calle.
Juan Primo, padre de familia, inicia la búsqueda. Enseguida Reina, su mujer, lo secunda. Los hijos, Galito, el más despierto, separa y clasifica. Y Elbio, el más tranquilo, maneja el carro.
Mientras los otros avanzan rápidamente, Elbio se detiene ante el semáforo en rojo. Ningún pibe le propone limpiarle el vidrio delantero. Ninguna chica le entrega tarjetas para un hotel-alojamiento. Nadie le ofrece franelas, lapiceras o veinticinco jazmines por un peso. Las maestritas de un jardin de infantes lo miran con desconfianza mientras cruzan la calle en fila india con sus niñitos del primer mundo.
Paz, Seguridad y Justicia Social para todos, miente un ministro desde la radio de un bar. Y Santiago del Estero llora sus víctimas.
La luz se ha puesto verde, aunque Elbio no avanza. El caballo, aburrido, espanta las moscas con la cola. Desde la otra cuadra, Juan Primo, Reina y Galito, lo llaman. Pero Elbio no contesta, abstraído en el recuerdo. Elbio, Elbito, tu boca es caramelo, tus ojos, son del cielo, un pedacito. Mira los árboles en la calle y siente que la abuela es una hoja. Un pájaro. Un nido. Mira el cielo. La abuela es un pedazo de sol. O el reflejo de la luna en el río. Elbio se seca las lágrimas con la mano y se averguenza de sus uñas sucias.
Oye su nombre una y otra vez, observa a sus padres haciéndole señas. Despabila al caballo y ahora sí, avanza.
Desde la ventanilla de un auto se oye la voz de Louis Armstrong,...”what a wonderful world...” mientras el carro Elbio y su familia, empiezan a perderse en las sombras.
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