Me toqué una teta. Hacía mucho que no me las tocaba. Fofas y chicas. ¡Bah! ¡Qué sé yo! Del tamaño del cuenco de mi mano. O sea, la teta derecha mide lo que el cuenco de mi mano izquierda y la izquierda lo de mi mano derecha. Porque con la derecha no puedo tocarme la derecha. O bien, sí; sí puedo, pero el tamaño no es el mismo. El del cuenco de la mano, digo. Porque me queda deforme. No sé por qué. Cosas que no entiendo son muchas, mejor no las enumero. Pero en la teta izquierda me encontré un bulto la última vez. Me dijo el médico que era una bala. Una bala que recibí en plena juventud, creo. Ahora, ya en la vejez, a quién le importan las balas. Además, me parece que en aquel entonces la que tenía averiada era la derecha. ¿Se habrá movido? Mejor no sigo, ya me veo en los titulares: “Ahora dicen que las balas caminan” y no me interesa. Decía que el tamaño no lo sé, porque cuando uso la mano quién sabe si no me aprieto las tetas. Si las dejo colgar es más difícil porque me viene la sangre a la cabeza y es como cuando me excedo con el tinto. A propósito. Está por llover. Lindo para una medida de tinto con picada de salamines, quesito y algunos ingredientes. Quién sabe si alguno de estos otarios se prende. Eso sí, tenemos que rajarnos de acá: están tan colifatos que no nos quieren dar vino y así estoy, todo tengo fofo: mirame la panza, si no. No sé por qué digo mirame, si al final soy yo la única persona que me mira. Ahora. Y antes, no sé. No sé si ella me miraba. O a lo mejor sí; me miraba y ya no me acuerdo, como con el asunto de la bala en la teta. Capaz que fue eso que me hizo hacerme policía. De la científica. Por eso es raro tener una bala en la teta. ¿Y ella? A ella sí la mató alguien. Una celosa de mí. Porque salía con otra, me engañaba, la muy puta. Por eso le puse un tiro en el medio de la teta.
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