sábado, 5 de noviembre de 2011

El baile del chingolo patagónico - Héctor Ranea


—¿Le parece? —Me dice el chingolito—. Todo el tiempo es igual. Bailo, bailo, sacudo la tierra para ver si encuentro comida y el viento me lo vuelve a tapar. ¡Así, cómo quiere que se lo diga, no se puede más! Y dale con el viento, el viento.
—¿Pero no está adaptado a esto? Es más chiquito, tiene buen color. Nada que ver con otros chingolos que conozco, vea.
—¿Me va a salir con el “¡a vos no te va tan mal, gordito!”?, porque si es así, puede irse o llamo a las gaviotas y los jotes.
—No me malinterprete, por favor. Quiero decir, por una cuestión evolutiva, filogenético, diría, no individual, ¿me explico?
—¿Le parece que tengo que ser yo el que explique en esta anécdota que usted cuenta a sus congéneres, cómo funciona la evolución de Darwin? —me espetó—. ¡Soy un pajarito, por el amor a la naturaleza! ¿No se dio cuenta de que este viento no es el habitual? Si fuera el habitual no andaría por ahí protestando a un turista que no entiende nada y saca fotos pelotudas y fuera de foco. No soy quejicoso, vea.
Me levanté y me fui. El chingolo podría ser bueno para la cena, pero con semejante mal carácter mejor me buscaba algo más calmo. Estos pájaros alterados por el cambio climático me empiezan a romper un poco los cocos.

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